Sobre lo aburrido de la escultura….
En su conferencia pronunciada en Berkeley en 1978 sobre “Esculturas para exteriores”, Gombrich nos recuerda que las tres características puestas en juego por este género son el poder de lo representado (la guerra en una estatua de Marte), su valor artístico propiamente dicho y finalmente la “carga añadida por su localización” (Gombrich, 1999: 157). Aunque en medida distinta, esos tres factores juegan siempre en el efecto y el valor que un monumento logra tener. Cambian las épocas y las retóricas, pero la estatuaria pública siempre tendrá que representar, gustar y ser visible.
Es sin embargo interesante notar como el texto de Gombrich, después de un recorrido histórico en el que se sondea la relación entre tipo de lugar y tipo de público, termina concentrándose en dos épocas: el Renacimiento y la escultura del siglo XX. Omite en cambio toda la producción estatuaria que – no solamente en Europa – ha acompañado el nacimiento y la consolidación de las naciones modernas durante el siglo XIX. Dicha omisión no es para nada casual y – creemos – tiene sus razones en el hecho que las tres características mencionadas, necesariamente presentes también en las obras de esta época, viven allí en una especie de silenciosa opacidad. En efecto, desde ningún punto de vista esas obras logran superar cierta invisibilidad constitutiva: en la ciudad moderna cada plaza principal tiene su estatua, así como las mesitas tienen un ¬ orero y los santos unas velas. Su presencia entra en las normas establecidas y por lo tanto naturalizadas e invisibles de la composición de lugar1. Pero si nadie las ve no es solamente por lo anterior, sino además porque su calidad artística no las deja emerger por encima de lo previsible y lo estándar. Muchas veces copias de unas copias, lo que hacen estas esculturas en el panorama urbano no es sino amoblarlo, dotándolo de objetos estorbosos que cumplen la función de llenar los espacios vacíos.
A diferencia de muchos monumentos antiguos y del Renacimiento, que eran simbólicos y alusivos, los del siglo XIX y hasta comienzo del XX nos quieren familiarizar a la fuerza con una serie (canonizada) de próceres, reyes y presidentes ilustres, inmovilizados en unos gestos y posturas que resaltan su nobleza dentro de un número limitado de actitudes (un caballo, una mano levantada…). Y sobre todo, una humanización de lo estatuario: cada personaje no está para representar un modelo ideal, sino para representarse a sí mismo, un número de veces igual a su notoriedad. Esto hace que la fuerza del monumento urbano de ese periodo no sea intensiva sino extensiva. Es por cantidad y costumbre que lo vemos y reconocemos, y es por costumbre y práctica que lo respetamos. Esto, suponemos, es lo que se llama retórica.
Muy probablemente es a esta proliferación estorbosa de justos y sabios padres de la patria que se debe la lapidaria declaración hecha por Baudelaire (citada en: Gombrich, 1999:137) sobre lo aburrido de la escultura. La aburrición no es finalmente otra cosa que la retórica del monumento nacional y a su vez la causa de su invisibilidad. Pero, si esa humanización de la estatua puede tener cierto sentido en la puesta en escena (y en plaza) de los hombres de la patria, no lo tiene, ya veremos, cuando se trata de las mujeres.
En los monumentos, en efecto, parece dominar el carácter masculino de este género de escultura: el término “hombres ilustres” se re ere allí más que nunca a lo que el término hombre significa. No un genérico asexuado, sino el género masculino en sí, según lo que el lugar común dicta: viril y varonil, y por lo tanto valiente, dotado de saber, criterio, juicio y autoridad. La iconografía patriótica no se limita por supuesto a los “hombres ilustres” (Bolívar, Santander, San Martín) sino que se compone también de las guras heroicas de los que dieron su vida por la patria (Galán, Ricaurte). Este heroísmo es quizás la gran novedad que el siglo XIX le regala a la representación de la historia: hijo sin duda de las revoluciones del siglo anterior, quiere recuperar una dimensión colectiva y popular de la construcción de la patria y con eso garantizar su representatividad.
Quijano (1920). Colección Museo Nacional de
Colombia. Reg. 2102. Imagen tomada de AQUÍ.
Es interesante notar que la transformación de la víctima en héroe pasa necesariamente por un ennoblecimiento del personaje, algo que en muchos casos queda inmovilizado, incrustado en un gesto. Es por ejemplo la actitud del cuerpo de Ricaurte en el cuadro de Pedro Alcántara. En su estar tan erguido, él muestra al mismo tiempo su no doblarse y su ofrecerse, pero también su adaptarse, en el acto extremo, a lo estatuario. Su cuerpo ya es de mármol, por así decirlo, y es allí, en esa asunción del gesto plástico que todo lo demás – hasta el gesto heroico – desaparece: la mano con la antorcha (causa y símbolo de su heroísmo) es tan pequeña, tan escondida y puesta en la sombra por el acto de sacar el pecho al enemigo, que por un momento pensamos que Ricaurte haya muerto fusilado.
Emmanuel Frémiet, 1874, Plaza de las Pirámides,
París. Imagen tomada de Google Earth, 2017
Sobre la invisibilidad de las mujeres
En un universo de hombres ilustres, ¿qué lugar ocupan las mujeres? Pero: ¿hay también mujeres ilustres? Recordemos que la heroína por excelencia, Juana de Arco, sólo pudo llegar a la inmortalidad bajo el peso de una armadura y sentada en un caballo. En otras palabras, disfrazada de hombre.
A esta retórica de lo invisible no se escapa la máxima heroína de la independencia colombiana, Policarpa Salavarrieta 2 , y en especial la estatua que recuerda su muerte, situada en el barrio de las Aguas en Bogotá. Si queremos hacer referencia a ella (o más bien a su imagen pública) es porque el monumento en cuestión logra tener unos elementos inquietantes e irresueltos, todavía más de los anteriormente mencionados 3 . Su invisibilidad parece duplicarse y al tiempo relacionarse con su identidad femenina y con el hecho de que la retórica representativa del siglo XIX – tan acostumbrada a identificar el valor y sobre todo el poder con lo masculino y lo varonil – no tenía muy claro cómo representar a una mujer. Y que ya a comienzo del siglo XX, cuando la estatua es puesta en su sitio, el arte representativo no hizo sino escoger los elementos de la iconografía de Policarpa aparentemente más aptos para el decoro de la calle: sentada en la butaca, no de pie con la bandera en la mano, o sentada con las manos sobre un libro. Todo esto parece evidenciar una renuncia, pero es justamente esa incapacidad lo que hoy nos puede parecer interesante en el monumento de la Pola: algo que termina mostrando una incomodidad, una insuficiencia representativa. Por lo menos, logra eso: ser un monumento feo, menor, irresuelto y despertar con esto nuestra curiosidad.
Policarpa Salavarrieta, cerca a los Andes, como era en 1936.Tomada de AQUÍ
Para entender, recordemos los tres elementos señalados por Gombrich y miremos el monumento de la Pola a partir de lo que representa, cómo y dónde lo hace. Recordemos también que la visibilidad o invisibilidad de un monumento puesto en un lugar público no es una calidad exclusiva de la estatua sino una relación de ésta con el ojo que la mira. Es solamente en el momento en que el ciudadano posa su mirada sobre uno de estos objetos que éstos empiezan a existir. En cuanto a la Pola, podríamos afirmar que su valor toponímico es mucho más importante que su valor representativo; en otras palabras: todos podemos darnos una cita “en La Pola” pero pocos podrían decir qué rasgos tiene esa estatua. Aunque se encuentre en un lugar estratégico, entre el Eje Ambiental y la calle 18a que acá llega en bajada, en un punto de cruce constante, y aunque el monumento marque una presencia, la estatua es prácticamente invisible. Para la gente que está alrededor de ella, es demasiado pequeña y sobre todo alta sobre el pedestal. Nunca se la ve de frente porque el espacio en la que se encuentra no lo permite, y su ubicación impide cualquier mirada a sus ojos. Ella mira hacia el Eje Ambiental pero nadie llega cruzando el Eje Ambiental frontalmente al monumento: la fuente-canal que ocupa la mitad del Eje no tiene pasos a esta altura. Por otro lado, quien recorre el Eje puede ver la estatua de perfil y quien baja desde la Universidad de los Andes por la calle 18a, ve perfectamente a la Pola, que está en su trayectoria, pero la ve de espaldas. Por supuesto la lógica de la ubicación de los monumentos no podría de ninguna manera aceptar que el monumento estuviera orientado a 180º respecto a su posición actual, es decir, mirando a los estudiantes de los Andes, el Edificio de la Universidad e – idealmente – la estatua de Alberto Magno situada dentro de la Universidad. Sería simpático pensar en este diálogo imposible, pero se trataría de una propuesta inaceptable, por irrespectuosa. ¿De qué? De esa misma lógica y geometría urbana que se citaba antes. El monumento no podía – en 1910 – dar la espalda a la Avenida Jiménez así como hoy no puede darla al Eje Ambiental, porque el trazado vial de ese entonces y el de hoy son jerárquicamente superiores y prioritarios Es decir: el monumento tiene que respetar la ciudad aunque no respete a los ciudadanos, y con esto vemos cómo y cuánto pueden contraponerse la relación entre espacios y objetos dentro del sistema de la ciudad, frente y en contra de la visibilidad.
Pero: ¿por qué además de mal ubicada, la Pola de las Aguas es también fea? La respuesta está – creemos – en lo estatuario, es decir en los gestos significantes del héroe. La pobre, frente a la muerte, es exactamente lo opuesto de lo que era Ricaurte en el cuadro. No puede ofrecer el pecho, porque en una mujer eso no se vería honesto (en Colombia, porque en cambio en Francia la Mariana-Libertad muestra sus tetas jacobinas con orgullo y sin condena)4. Nada de heroico en su postura: resignada y dócil, sentada en una butaca como si estuviera en la cocina, lugar más apropiado, parecería decir la voz de las buenas costumbres. Sin embargo, queda todavía un gesto posiblemente ambiguo: las manos atadas en la espalda y las piernas asimétricas, lo que la obliga a un ofrecimiento casi carnal. Pero no, sin dudas la Pola no es una estatua barroca, que pueda hacer dialogar en el éxtasis la devoción y el placer, ni sus cuerdas le permiten ser una heroína del sadismo. Nada más lejos. La Pola es casta, se ofrece pero sin exceso. Uno por uno, cada detalle, la posición, la actitud de su cuerpo y los gestos nos confirman las razones de su mediocridad 5. No hay espacio, no hay lengua je plástico en la retórica de la joven Colombia para un cuerpo femenino heroico, deseante (de justicia y libertad). Esa negación la obliga y aleja de nosotros. Ni santa, ni revolucionaria, ni pecadora. Su mediocridad: de la estatua, de su autor y de la retórica representativa. No de Policarpa. Y sin embargo, como inevitablemente sucede, la calidad de los unos se traslada a la otra. La representación mata a su representado, la invisibilidad del monumento nos oculta la Pola.
La Libertad guiando al pueblo, Óleo sobre lienzo de Eugène Delacroix (1830). Museo del Louvre, Paris. Imagen tomada de AQUÍ
Notas
1. Al respecto ver Gombrich (1999). Por contraste con este conformismo, vale la pena pensar también en la provocación que el arte público puede provocar (Mitchell, 2009).
2. Sobre este personaje existen diversas obras literarias que tratan de reconstruir su vida, con la tensión latente de qué tanto es mito y qué tanto realidad, como son, entre otras:
“Policarpa Salavarrieta.
Una mujer en la guerra” de Isabel Borja Alarcón y Alfonso López Vega, 2012. Bogotá: Editorial Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
“Viva la Pola!: biografía de Policarpa Salavarrieta” de Beatriz Helena Robledo, 2009. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá. Secretaría de Educación y Fundación Gilberto Alzate Avendaño.
“Yo, La Pola”, novela de Flor Romero, 1999. Bogotá: Edicundi.
“Mujeres Libertadoras: Las Policarpas de la Independencia” de Enrique Santos Molano, 2010. Bogotá: Editorial Planeta.
“Policarpa 200: exposición conmemorativa del bicentenario del nacimiento de Policarpa Salavarrieta”, 1996. Bogotá: Museo Nacional de Colombia.
Biografía de Policarpa Salavarrieta de Eliecer Gaitán, 1911. Misceláneas-Colecciones, No. 1330/10. Bogotá: Imprenta La Civilización.
3. . La estatua original en yeso de Dionisio Cortés es de 1899. La instalación en el lugar actual de una copia en cemento es de 1910, mientras que su fundición en bronce es de 1968.
4. Usamos el término “jacobino” en el sentido extenso de “revolucionario”.
5. La mediocridad es la calidad de lo que es mediano, intermedio entre dos extremos.