Soy una Araucaria y mi familia se distribuye por toda la Cordillera de los Andes. Somos grandes y con un aspecto cilíndrico, desprovisto de ramas entre un 80 y 85 % del fuste. Mi cabeza o copa es reducida en los árboles maduros, seguramente porque son muy sabios y, por ende, las ramas se insertan en verticilos regulares que les dan un aspecto de paraguas de base circular. Podemos alcanzar alturas de 50 metros y diámetros que pueden sobrepasar los 2 metros, lo que nos permite vivir 1000 años o más (Díaz-Vaz 1984).
Escribo desde Bogotá, Colombia, más exactamente desde la carrera 7 con calle 68, pero el destino inicialmente o algún pajarito dejó semillas ubicadas cerca al cerro denominado Monserrate, donde nacieron algunas de mis hermanas. Poco a poco fui creciendo y al mismo tiempo vi cómo se expandía lo que los humanos denominan ciudad, lo que me permitió convertirme en una ciudadana más. Ala, me dicen rola simplemente por ser una cachifa más de esta urbe que, durante el siglo XIX, se expandió de una forma impresionante.
Al principio no me gustaba para nada ver cómo muchos de mis amigos árboles fueron desapareciendo; con ellos crecí y pasé toda mi niñez y juventud. Por mis alrededores había animales y hasta osos. ¡Cómo extraño mis amigos los osos de anteojos que bajaban de la montaña a rascarse sus espaldas mientras me contaban qué pasaba con mis amigos frailejones! A veces me decían que estaban de mal genio y otras de buen humor. Ellos sí que me alegraban mucho y por eso me hacen mucha falta.
Por otra parte, mis amigas las aves me han acompañado de generación en generación. Antonia era una Tingua bogotana que siempre me contaba lo que pasaba con su esposo, que no la valoraba, que la dejaba sola con las responsabilidades del hogar. Uno de mis grandes amigos era el copetón o gorrión andino; era un pájaro bien coqueto. En mis ramas conversaba con las aves y les prometía vuelos y arroparlas bajo sus alas. Eran encuentros muy interesantes porque me generaban atención y curiosidad.
A mi lado tenía a Gonzalo, el Arrayan, de cariño le decía Gonzo. Era mayor y poco a poco me fue enseñando cómo nosotros, los árboles, debíamos comportarnos, guardar en secreto todo aquello que pasaba en nuestras ramas y a nuestro alrededor. Él decía: «Nosotros debemos ser un lugar seguro para todos los seres que lleguen a nuestra presencia». Durante muchos años estuvimos juntos hasta el día que sus raíces ya no soportaron más un torrencial aguacero, el cual duró dos noches enteras con sus respectivos días. La pérdida de Gonzalo, el Arrayan, fue muy dura y ahí comprendí que éramos seres pasajeros.
Figura 1: La Araucaria. Imagen de Luis Andrés López Cuarán, 22 de noviembre de 2023
Con el pasar de los años llegaron a donde estoy yo unas mujeres que se llamaban a sí mismas hermanas. Al principio creí que eran familiares, pero con el tiempo me di cuenta de que no lo eran. Pertenecían a una comunidad religiosa denominada Hermanas Hospitalarias, que se dedican a escuchar y acompañar a personas que sufren de algunos trastornos de carácter mental. Al principio no comprendía qué era eso de un trastorno mental, pero al ir conociendo a cada una de ellas y saber de su vida, he entendido su carisma y cómo hacen parte de una congregación que sigue a Jesús Buen Samaritano.
Estas Hermanas están organizadas en una congregación que contribuye a la necesidad de atender a personas con enfermedades mentales a partir de la humanización de la asistencia psiquiátrica. Todo eso era desconocido en ese entonces para mí. Recuerdo que, en sus inicios, hacia el año 1957, solo atendían mujeres, pero a partir de 2001, ellas decidieron ampliar su cobertura de asistencia a hombres también. La Clínica, mi casa, lleva 59 años ubicada aquí en Chapinero y desde donde puedo ver, tiene espacios apropiados para el cuidado integral de la salud mental de todos y cada uno de los pacientes y sus familias.
Las hermanas viven en comunidad, son apasionadas por la vida, las une la oración y el servicio; este último sí que lo han hecho con perseverancia y con total entrega por el cuidado de la salud mental de quienes llegan a su clínica. Son mujeres que nacen de la experiencia profunda de ser llamadas y consagradas a la vida religiosa, con el deseo de seguir a la persona de Jesús. Hasta el momento no lo he conocido, pero según lo que he escuchado por las hermanas, es un hombre compasivo, misericordioso y se entrega por completo al servicio.
Las hermanas se sienten enviadas al servicio de hombres y mujeres que sufren. Escuchan los gritos de la persona enferma y marginada en cualquier lugar, tiempo y condición. Se comprometen en la defensa de sus derechos, desde la acogida, la asistencia integral y el cuidado especializado de personas con enfermedad mental, discapacidad intelectual y otras enfermedades. Tienen preferencia por los más vulnerables y necesitados y se comprometen con la vida y la esperanza, donde la salud y la salud mental tocan los límites de la debilidad.
Pero ¿por qué les cuento esta historia? Porque hago parte de este escenario que se conoce como Clínica La Inmaculada y recibo en la entrada a todas y cada una de las personas que se acercan a recibir ayuda de las Hermanas Hospitalarias. Soy parte del patrimonio cultural hospitalario, ya que soy un ejemplar excepcional debido a mi gran tamaño, belleza y vinculación con el entorno. Así como las hermanas ayudan a quienes tienen comprometida su salud mental, a mí también me ayudaron, ya que estaba a punto de caerme, siendo considerado un peligro al poder causar daño a quienes visitaban la clínica o transitaban por la calle.
A lo largo de mi estancia en la Clínica, he sido referente de ubicación por mi altura y mi imponencia, pero también he sido paciente, ya que requiero de un cuidado especial a través de unas filtraciones de plaguicidas y otros químicos cada seis meses, que ayudan a que mis ramas y capas se reconstruyan y me encuentre fuerte. Las Hermanas también se preocupan porque no vaya a causar ningún daño a la comunidad, al desprenderse alguna de mis ramas. Por eso estoy en un plan de podas, lo que me tiene tan sano como lo estoy hoy.
Pensaron en talarme, pero ellas no lo permitieron porque he crecido con la clínica y me cuidaron, me pusieron productos para mejorarme y con el tiempo he estado sacando nuevas ramas. He estado con las hermanas durante tantos años y ellas me dicen que represento vida y que he reverdecido y que, si ellas están tratando de dar salud a los enfermos y a las familias, conmigo también lo hicieron y el resultado es que se recuperan y salen con vida. Los pacientes salen frescos y la mayoría con una vida alegre.
Por esto, los valores que acompañan la Clínica han permeado mi existencia, sobre todo la acogida liberadora que proveen las Hermanas Hospitalarias, quienes me han dado una atención integral al protegerme por más de 50 años. Esa es la esencia de ellas, dar esa primera acogida a quienes tienen dificultades en su salud mental y me han vinculado a mí desde la entrada al lugar, en ese proceso diario de recepción de quienes llegan a este espacio de cuidado, donde los pacientes son el centro de todo el proceso.
Yo, la Araucaria de la entrada a la Clínica, he visto cómo las hermanas tratan de hacer todo con mucha dedicación y cariño, y claro, no solamente ellas sino todos aquellos que en ella trabajan, ya que están al servicio de los enfermos. Por eso represento también la esperanza, porque cuando las personas que tienen dificultades con su salud mental entran en la clínica, se acuerdan de mí y de cómo he ido mejorando. Por eso para las hermanas, soy su árbol, el árbol que las distingue en la avenida, el árbol de La Inmaculada. Soy el árbol de la vida, la vida junto a los procesos de salud mental de quienes nos visitan.
Agradecemos a la Hermana Ana María Lizarrondo, Ecónoma de la Clínica La Inmaculada; a Camila Orjuela, Coordinadora de Enfermería y a Viviana Bustos del Área de Seguridad y Salud en el Trabajo y de la parte ambiental de la Clínica, por contarnos la historia de su árbol, la cual inspiró la escritura de este relato.
Notas
- Docente e investigadora, líder del Semillero de Investigación Mente en Red del Departamento de Humanidades y Formación Integral de la Universidad Santo Tomás. Ha trabajado en temas de salud mental, uso de las TIC y redes sociales, estilos de vida y calidad de vida en jóvenes.
- Historiador. Profesional Especializado de la Dirección Nacional de Evangelización y Cultura y miembro del Semillero de Investigación Mente en Red de la Universidad Santo Tomás. Ha trabajado procesos educativos e iniciativas en educación para la paz y en cultura de paz.
- Ha trabajado temas como el derecho a la ciudad, paz y reconciliación, salud mental y resiliencia.