Foto de Valéria Montoya García
Los olores de la cotidianidad
Vivimos inmersos en un magma de olores: unos intensos, otros suaves, picantes, dulces o chispeantes. Otros florales o desagradables, persistentes o volátiles. Sin embargo, la mayor parte del tiempo no somos conscientes de su presencia, aún con nuestra desarrollada capacidad de discriminación sensorial. Para los habitantes de grandes ciudades como yo misma, solo cambios bruscos e intensidades fuertes son capaces de atraer nuestra atención debido a nuestro abotargamiento olfativo socioculturalmente inducido. Pero incluso en espacios que han sido sometidos a fuertes procesos de desodorización, como las ciudades modernas, nuestra cotidianidad navega un océano invisible de olores compuesto por perfumes, desodorantes, comida, sudor, tabaco, alientos, café, flores, aguas residuales, camiones de la basura… También las ocasiones especiales están jalonadas por los “olores de fiesta” como son esos caros perfumes y otros añadidos corporales olorosos. En días festivos, muchas de nosotras nos lavamos para inmediatamente sumergirnos en una vorágine de olores que se van disipando a medida que pasa el tiempo.
El proceso de desodorización nos ha construido como habitantes de espacios olfativamente menos cargados que quienes vivían en épocas pasadas. Esta desodorización, que ha contribuido a disminuir la presencia, pero sobre todo la intensidad de los olores que nos envuelven se ha llevado a cabo a un nivel material con la regulación de ciertas actividades y la expulsión de otras fuera de los límites de la ciudad, así como el otro simbólico ha desarrollando una fuerte presión moralizadora que ha construido la idea de “oler” como “oler mal” (Corbin, 1987; Larrea, 1997).
Recientemente, sin embargo, asistimos a intentos interesantes, aunque puntuales, de poner de manifiesto la importancia de los olores en nuestra sociabilidad. Por poner ejemplos cercanos a mi día a día, en las inmediaciones de la ciudad de Barcelona en España, donde vivo, encontramos un museo específicamente dedicado a los olores: el museo NASEVO¹. Los fondos de este museo que se utilizan tanto con fines expositivos como educativos están formados por la colección pictórica privada de Ernesto Ventós, quien pertenece a una familia de productores de esencias. También el Museo Etnológico y de las Culturas del Mundo de la ciudad ha comisionado recientemente un proyecto de tipo etno-olfativo denominado “Las pervivencias olfativas en Barcelona”, donde de manera etnográfica y colaborativa buscaban recoger y presentar los efluvios olfativos de tres zonas del centro de la ciudad durante el verano de 2018 (Virgili, 2020). Este proyecto que formaba parte de la exposición permanente, pero en transformación constante, del Museo Etnológico sobre “Las Caras de Barcelona”, es un ejemplo práctico de cómo cada vez más museos buscan incorporar experiencias sensoriales más allá de lo visual a la experiencia museística. Para seguir con Barcelona, esta ciudad ya había sido el espacio en 2013 donde diversas personas participantes en el seminario “Scent, Science and Aesthetics. Understanding Smell and Anosmia”, dirigidos por la urbanista Victoria Henshaw, llevaron a cabo un paseo olfativo por Las Ramblas, centro neurálgico del turismo en la ciudad. Estos paseos en grupo buscaban generar una odoro-cartografía que, a través del movimiento, la atención atenta y el trabajo en equipo, permitiera avanzar en la detección y representación de los olores de nuestro entorno. La detección y representación de los olores constituye un reto metodológico a enfrentar que obliga a pensar formas, habitualmente de base artística, de pasar de una percepción personal a la significación grupal, de un elemento que es difícil de verbalizar.
Merece la pena por último mencionar por su importancia, el proyecto de investigación europeo OdourEuropa, donde a partir de representaciones pictóricas y textos, investigadores de seis países europeos durante tres años han buscado establecer, recuperar o salvaguardar los olores del pasado. Haciendo uso de inteligencia artificial, el proyecto perseguía la ambiciosa tarea de inventariar el patrimonio olfativo comprendido entre los siglos XVII y principios del siglo XX, para entre otros fines, utilizar los olores detectados en diferentes museos, con el objetivo de que quienes los visitamos podamos, a través de la inmersión olfativa, experimentar cómo olía el pasado.
Nos encontramos pues en un momento incipiente, aunque muy sugerente, en lo que a la revalorización de los olores se refiere, la que en algunos casos además puede dar lugar a procesos de patrimonialización olfativa. Por mi parte, en este texto, más allá de los retos evidentes relacionados con la representación y la conservación que los olores plantean, me interesa pensar en cómo se puede definir aquello que merece reconocimiento y salvaguarda patrimonial, así como en los usos posibles de ese patrimonio olfativo.
¿Cómo establecer qué olores patrimonializar?
Siguiendo la definición dada por la UNESCO en 2003 de patrimonio cultural inmaterial, podríamos definir el patrimonio olfativo, como aquellas expresiones olfativas identificadas como relevantes y representativas de un grupo, espacio, lugar, actividad o evento, que merecen por tanto reconocimiento en el presente y salvaguarda para su permanencia hacia el futuro. Nos referimos a los aspectos del patrimonio cultural relacionados con los olores o, dicho de otra manera, aquellos olores que son significativos para una comunidad debido a sus conexiones con lugares, prácticas, objetos o tradiciones significativos (Bembibre y Strlic, 2022).
Al contrario que en la industria perfumista, donde los olores son fuertemente codificados, pero donde las codificaciones no se comparten, a nivel social los olores son difíciles de verbalizar. El castellano, por ejemplo, carece de términos específicos para denominar olores. Establecer por tanto qué olores son representativos de un grupo, lugar, tiempo o actividad, enfrenta la dificultad añadida de su previa delimitación. Las ruedas de olores utilizadas en la industria alimentaria, o las asociaciones con los colores, campo cuya terminología se encuentra mucho más desarrollada en nuestro idioma, se han utilizado en ocasiones para tratar de establecer definiciones comunes al hablar de un cierto olor.
Los procesos de patrimonialización requieren el establecimiento, de manera más o menos participada e inclusiva, de los elementos a patrimonializar. Estamos aquí por tanto considerando cuestiones de definición que establezcan lo que podemos considerar “olores representativos”. La representatividad sin embargo no alude a cuestiones meramente cuantitativas, sino que implica un proceso de valorización implícito. Continuando con el ejemplo del caso de la ciudad de Barcelona, en 2010, como regalo de Navidad, el alcalde entregó a un número reducido de personas como regalo corporativo una caja con los olores representativos de la ciudad (Ayuntamiento de Barcelona, 2010). Esta caja, (Figura 1 y 2) con el nombre de “Barcelona Olores” y que fue en su momento criticada por algunos grupos por el coste que tuvo en un contexto de fuerte crisis económica en el país, incluía los olores de seis espacios emblemáticos y profundamente turísticos del centro de la ciudad, así como los olores de la cava y el pan con tomate. Resulta sin duda interesante la selección hecha por parte de las autoridades. Entre otras cosas da cuenta de la distancia entre la marca olfativa que se busca establecer de la ciudad y los espacios donde ocurre la vida de la mayoría de quienes la habitamos, que rara vez visitamos esos espacios tomados por el turismo. Son otros, sin lugar a dudas, los olores que para quienes habitamos la ciudad resultan más representativos dada su presencia en nuestra cotidianidad. En ciertos espacios de la ciudad, el olor del alcantarillado forma parte evidente del panorama olfativo, así como el olor de cuerpos sudados en los pasillos y estaciones del metro de la ciudad en los, cada vez más frecuentes, días de intenso calor húmedo. También el olor picante y molesto de la pólvora de los petardos lanzados de manera desorganizada en algunas festividades de la ciudad. Estos serían, sin ninguna duda representativos de ciertos espacios, grupos y actividades de la ciudad, pero estos “malos olores” no tenían espacio en la caja conmemorativa. No se trataba pues de patrimonializar “los olores de Barcelona” partiendo de la que sería la cotidianidad de sus habitantes, sino que nos encontramos ante la fantasía de aquellos olores a los que en realidad a algunos grupos les gustaría que oliera “su” ciudad. Como ya los estudios críticos del patrimonio han establecido, existe un riesgo evidente de que la patrimonialización olfativa, como con cualquier otro tipo de patrimonialización, concrete relaciones de poder que hagan desaparecer ciertos olores asociados a grupos o actividades subalternas.
Figura 1. Caja de olores de Barcelona. Foto de Valéria Montoya García
Figura 2. Detalle de los frascos con olores de Barcelona. Foto de Valéria Montoya García
Cabe hacer por tanto un ejercicio de fuerte reflexividad que permita evidenciar los elementos morales que subyacen a la atribución de representatividad y valor en el caso de los olores ya que estos han sido internalizados como “malolientes” y por tanto carentes de valor. Dejó escrito en su “Road to Wigan Pier” el escritor George Orwell, que la principal diferencia entre las clases pudientes y las trabajadoras es que las segundas huelen. Sin necesidad de añadir connotaciones, la elipsis encarna los procesos de falsa desodorización a los que nos enfrentamos en las ciudades (Mata-Codesal, 2018). Y digo falsa, porque más que desodorización asistimos a una re-odorización mercantilizada que busca neutralizar los olores que exhalan del cuerpo y las actividades cotidianas como la alimentación para sustituirlos por otros previamente mercantilizados. Para oler a limpio ya no le basta en la actualidad a un cuerpo estar limpio, sino que ha de exhalar más bien algún tipo de colonia fresca, de la misma manera que un olor de desinfectante nos genera la idea de limpieza más que su ausencia.
Usos del patrimonio olfativo
El marketing olfativo, la utilización de olores con fines de mercadotecnia, no deja lugar a dudas del potencial de los olores con fines comerciales. También en el urbanismo hay interés por los usos de lo olfativo en la configuración de las ciudades (Henshaw, 2014; Quercia et al., 2015). Estos campos apuntan a los usos que lo olfativo puede tener dentro del campo del patrimonio. No hay duda que atender a los aspectos sensibles, incluyendo lo olfativo, a nuestras concepciones del patrimonio sería muy positivo. Sin embargo, si es que queremos evitar que los olores a patrimonializar se conviertan en una mercancía más, parte de la “experiencia” vendible, cabe prestar atención a los procesos de patrimonialización. El turismo es un sector ávido de consumir patrimonio. La intención de sustituir valores de uso por valores de cambio subyace a la gran mayoría de las experiencias patrimonializadoras, muchas veces en la forma de “valor turístico” (Gascón y Mulet, 2020). El turista que en grupos organizados recorre Marrakech y para en las curtidurías de la ciudad, quiere deleitarse con el espectáculo visual y ahorrarse, si es posible, el mal trago olfativo asociado. Muchas actividades que se han turistificado, en algunos casos como consecuencia de procesos de patrimonialización previos, han sufrido procesos de domesticación que han impacto especialmente en lo olfativo. Baste pensar en la experiencia rural, desde una visión bucólica, que extirpa lo experimentado, para ofrecer experiencias domesticadas, olores agradables pre-empaquetados a los turistas.
Asistimos a debates interesantes que buscan construir un abordaje multisensorial del patrimonio cultural que incluya la esfera de lo olfativo ante los que sin embargo hemos de permanecer críticamente atentos frente los peligros reduccionistas, en términos de clase, género, origen, edad, etc. que la mercantilización de lo olfativo como consecuencia de esos mismos procesos patrimonializadores puede llegar a establecer.