La discusión en torno a lo que se denominan los paisajes culturales requiere ser enmarcada en un contexto amplio donde esta forma de patrimonialización se pueda situar histórica y socialmente. Inicio diciendo que la patrimonialización de todo cuanto se nos ocurra es un síntoma (como indicio de algo que está sucediendo) propio de la experiencia posmoderna y de un régimen de historicidad que gira en torno al presentismo (Hartog 2007). Vivimos en una época profundamente permeada por la nostalgia y llena de miedo.
Lo primero, porque ante la compresión del espacio y el tiempo (sensu Harvey 1990) miramos angustiosamente hacia atrás para admirar lo que ya se perdió. La incertidumbre propia de la experiencia posmoderna hace que una de las posibles fuentes para comprender lo que pasa y buscar soluciones a los problemas del presente esté en el pasado. Lo segundo, porque asistimos a un momento de creciente amenaza de extinción de nuestra especie. Cada día parece ser más claro que el modo de producción capitalista deviene en la destrucción de un ambiente propicio para la vida humana. Lo nostalgia se encuentra en el basamento mismo de la concepción actual del patrimonio; la amenaza de extinción lo está en la de los paisajes culturales.
A riesgo de sobre generalizar, es posible afirmar que cuando se propone la constitución de buena parte de los paisajes culturales se hallan dos cosas: 1. Elementos naturales que se suponen poco o nada humanizados, industrializados o alterados. 2. Aspectos culturales que se consideran tradicionales y prístinos. Como uno de los objetivos fundantes de la patrimonialización es la conservación, se tiene entonces que el surgimiento de esta forma de patrimonio es propia de un mecanismo que pretende ayudar a solventar el problema del daño ecológico o ambiental. No es gratuito que el origen de esta categoría corresponda históricamente con el surgimiento de la posmodernidad y de las preocupaciones ambientales.
De las anteriores premisas se desprende un sinnúmero de aspectos que merecen ser discutidos, sin embargo, por cuestiones de espacio, enunciaré solo algunos. Para darle algún orden los expondré a continuación siguiendo el de la sabiduría popular y los consideraré según lo bueno, lo malo y lo feo.
Lo bueno
La designación de algunos paisajes culturales, y en general los procesos de patrimonialización, se ha convertido en una herramienta poderosa cuando la gente quiere evitar el ingreso o la permanencia de actividades que considera nocivas. Bien sea que se trate de una vía, una mina o una fábrica, la “petrificación” asociada a lo patrimonial es una estrategia discursiva altamente poderosa. La conservación de un elemento que se considera prístino funciona como un mecanismo de protección. En este mismo sentido, la valoración de objetos, prácticas y oficios tradicionales es el punto de partida para su conservación.
Por ende, considero que la apropiación de los discursos patrimoniales y el uso político que la gente le puede dar como mecanismo de resistencia u oposición ante la expansión o ingreso de proyectos, sobre todo de infraestructura, es el aspecto más notable de los paisajes culturales. Por definición, los paisajes culturales poseen una dimensión regional, lo que, adicionalmente, permite la integración de varias personas, colectivos y comunidades ya que lo que se pretende defender no es un lugar u objeto puntual sino toda una región. Por ende, los procesos de patrimonialización en términos de paisaje (compárese por ejemplo con la patrimonialización de un monumento u oficio) son mucho más amplios en convocatoria y pueden ser un catalizador para la integración comunitaria.
Lo malo
Los paisajes culturales, y en general todo el patrimonio natural, son altamente atractivos para el turismo. Es más, muchos paisajes culturales se han constituido con la intencionalidad expresa de atraer turistas. Debo aclarar que desde mi perspectiva el turismo no es esencialmente bueno ni malo. En el caso de los paisajes culturales no se trata de cualquier tipo de turismo. Es un turismo ciertamente especializado que se concentra en personas que dicen tener conciencia ecológica y que, en razón a su condición posmoderna, buscan “desconectarse” de la ciudad, la tecnología, los apuros, etc.
Países como Colombia, debido a que se muestran como altamente diversos en su medio ambiente y profundamente tradicionales en sus costumbres (véase cualquier campaña promocional de Colombia en el exterior), tienen un potencial enorme para este tipo de turismo, y las últimas cifras indican que es un fenómeno en franca expansión. No se puede caer en la fácil dicotomía del reemplazo de hidrocarburos por turismo, como si este último no trajera también consecuencias perversas. Cuando he tenido la oportunidad de hablar con diferentes actores relacionados con el turismo ecológico (por llamarlo de alguna manera) me ha dejado muy sorprendido la poca discusión que hay respecto a sus secuelas, y cómo este siempre se muestra como si fuera esencialmente bueno para el medio ambiente y las culturas tradicionales.
Algunas consecuencias no tan positivas de estas formas de turismo ya se observan en Colombia. Turismo “ecológico” desordenado y sin mucha regularización, gentrificación, neo esclavismo, trivialización y esencialización de las comunidades locales, desarticulación de sistemas productivos y por ende mayor fragilidad ante factores externos (véase por ejemplo los efectos del COVID 19 en los pequeños operadores turísticos) y un creciente etc… Lo paradójico del asunto es que este tipo de turismo puede convertirse en una amenaza para aquello que se buscaba conservar mediante la configuración de paisajes culturales: la naturaleza y las tradiciones culturales. Esta situación nos recuerda la advertencia que años atrás hacía García-Canclini (2002) respecto a la forma como las culturas populares se integran al capitalismo y nos obliga a discutir sus consecuencias en términos de la lógica del capital.
Lo feo
La patrimonialización conjunta de la naturaleza y la cultura trae consigo un fenómeno que amerita estudios antropológicos detallados. Hay varios nombres para denominar el fenómeno que aquí llamaré fosilización de la gente. Se caracteriza porque se conmina a la gente que habita estos espacios patrimonializados a mantener un modo de vida que se considera tradicional y que se supone es armónico con la naturaleza. Esto implica una amplia gama de cuestiones que van desde la intromisión en la cotidianidad misma de la gente hasta la conversión de su vida en espectáculo.
Es claro que mucha gente ha encontrado en los procesos de patrimonialización una vía para defender lo que consideran sus valores tradicionales. También es claro que la patrimonialización revitaliza oficios y tradiciones a través de su promoción. Y ni qué decir del impacto sicológico de saberse heredero de algo que, ahora sí, se considera importante. No obstante, hay dos aspectos que no me gustan del asunto. En primer lugar, una suerte de blindaje que se hace a todo aquello que se denomine tradicional y por tanto su resistividad a la crítica. Un halo de romantización de lo tradicional deviene en que todo ello sea considerado correcto y deseable y cualquier crítica considerada con sospecha (en cierta medida esto ya lo advertía David Lowenthal [1997] cuando señalaba que el patrimonio se está convirtiendo en un credo que no puede ser cuestionado). En segundo lugar, una derivación de lo anterior es la situación de la gente que queda encapsulada en un paisaje cultural pero no necesariamente quiere mantener un modo de vida tradicional. Como lo tradicional, a través del bautismo patrimonial, se convierte en lo deseado, aquellas voces disonantes pueden ser ahora incómodas e incluso ser blanco de críticas por ir en contra de una nueva ortodoxia.
Una reflexión final
Los paisajes culturales están a la orden del día. Existen varios proyectos en Colombia (mientras escribo este texto hay una álgida discusión sobre la conveniencia de la propuesta de constitución del Paisaje Cultural de la Caña de Azúcar) y otros ya están en plena operación (si se me permite el término turístico). Por ser de escala regional e involucrar diversos objetos patrimonializables su constitución se torna en un asunto altamente complejo. A diferencia de los monumentos, e incluso de los oficios, los paisajes culturales traen consigo un proceso por demás difícil ya que toca los límites de lo ético: la patrimonialización de la gente. Y esto es un asunto sumamente delicado.
Ya no solo se está interfiriendo sobre la preservación de las cosas o de los oficios. Se pueden estar tomando decisiones que involucran la vida misma, el bienestar de la gente, y mi impresión es que buena parte de los patrimonialistas no son plenamente conscientes de ello. Aunque no se trata de paisajes culturales, los cada vez más fuertes reclamos de la gente que no quiere hacer parte de los procesos de patrimonialización, y por descarte del turismo masivo, es una señal de alerta respecto al rumbo que puede estar tomando el volcamiento de los seres posmodernos hacia los paisajes y culturas prístinos.