Diez años después de la institucionalización del concepto de patrimonio inmaterial, a través de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco (UNESCO 2003), son muchas las lecciones aprendidas sobre las implicaciones que tienen el uso, la gestión y la apropiación de este concepto. Para nadie es un secreto que la idea del patrimonio cultural es una construcción social de Occidente, la cual moviliza importantes intereses políticos y económicos. La maleabilidad del concepto ha legitimado tanto la administración de la identidad y la memoria de los estados nacionales modernos, hasta los discursos de resistencia cultural que se presentan en sus márgenes, fruto del fracaso de ese mismo proyecto nacional (Bhabha, 1990; Bauman, 2003). Y así como ha servido de motor para la industria del turismo, construyendo circuitos globales del deseo de consumo de la diferencia (Di Giovine, 2009; Starr, 2010), ha legitimado también iniciativas locales de mejoramiento de las condiciones de vida de comunidades tradicionalmente excluidas. Así las cosas, resulta inocente atribuirle al concepto las patologías, o los triunfos, que entraña su uso; puesto que el manto de neutralidad que lo rodea es una herencia de los postulados humanitaristas sobre los que actúa la Unesco y la naturalización de su existencia; una estrategia de legitimación que atañe tanto a administradores como a expertos y usuarios del concepto.
El patrimonio cultural, o si se quiere, el discurso de lo patrimonial, no es inocente, ni unitario y tampoco da cuenta de realidades trascendentes que siempre han estado allí, listas para ser percibidas a través del desarrollo de esta nueva herramienta. El patrimonio cultural es un recurso simbólico y narrativo, que en función de las necesidades en las que se enmarca, puede ser direccionado y significado una y mil veces. En esta medida, puede ser argumento y contra-argumento, y en su nombre se puede actuar para defender o atacar casi cualquier iniciativa. Basta pensar en las diatribas entre administradores, usuarios y consumidores del discurso patrimonial para dar cuenta de este fenómeno. La ley de patrimonio sumergido, el traslado de piezas arqueológicas o los proyectos de renovación urbana, son ejemplos actuales en Colombia, donde las facciones encontradas apelan a la defensa de lo patrimonial para justificar su accionar.
Cabe recordar que el concepto de patrimonio cultural inmaterial que propone la Unesco, plasmado en la Convención, lleva a cuestas un largo camino de depuración. De este proceso se pueden recordar los reclamos frente a la limitación del concepto de patrimonio material y al desbalance geográfico en la representación del mismo, a través del sistema de listas propuesto en la convención del 72 (Unesco, 1972). El fracaso de las recomendaciones para la salvaguardia de la cultura tradicional y popular del 89, que al ser un documento de recomendaciones no era vinculante para los países y se constituía en una herramienta anodina que no contó con respaldo internacional para su puesta en marcha.
También hace parte de esta trayectoria la influencia asiática en la administración de Unesco durante los años 90, que determinó un viro en las concepciones occidentales sobre la autenticidad y la tradición. Además, posibilitó la iniciativa para incluir otros patrimonios diferentes al material en la agenda pública de la institución, así como los varios seminarios regionales que congregaron múltiples expertos para pensar la validez, implicaciones y campos de aplicación del patrimonio cultural inmaterial. No menos relevantes son la invención de los programas de Proclamaciones de Obras Maestras y de Tesoros Humanos vivos, y el cabildeo previo a la firma de la convención de 2003. Que enfrentó por lo menos dos enfoques sobre la gestión de lo patrimonial, frente a la implementación de un sistema de listas bajo el modelo del patrimonio material y la propuesta de los países del caribe de incluir otro tipo de registro, para superar el carácter excluyente de las citadas listas representativas.
Sin embargo, hay que señalar que el concepto de patrimonio cultural, o mejor su definición, esconde otro grave problema al afirmar que son las comunidades, los grupos y los individuos los que deben reconocer los elementos que conforman su patrimonio. Aunque parecería un ejercicio democrático, se oculta el hecho de que la convención no es clara al señalar que se requiere siempre de cierto grado de autorización para poder atribuir la condición de patrimonio cultural. Las comunidades pueden sentir como patrimonio objetos, lugares y prácticas, pero ese reconocimiento no es suficiente para ser catalogado como un patrimonio oficial; ya que para ello, lugares, objetos y prácticas deben cumplir estrictos criterios de valoración que están plasmados en la legislación patrimonial, tener diferentes avales colectivos e institucionales y surtir múltiples procesos de elaboración y presentación de un expediente que soporte la solicitud en un lenguaje técnico.
En este orden de ideas, la definición del concepto de patrimonio cultural confunde al otorgar a la comunidad en abstracto la facultad de definir qué es y qué no es patrimonial, ya que si bien cada uno otorga valor y siente importantes un conjunto de bienes tangibles e intangibles, el patrimonio es otra cosa: el patrimonio es un principio de autoridad. Es precisamente en este punto donde el concepto se torna interesante y desde donde se pueden identificar algunas consecuencias de su uso. Por ejemplo, a la luz de estos planteamientos, el patrimonio como acto de autoridad conducirá a que se nomine como patrimonio aquellas manifestaciones que son más pintorescas o exóticas, o bien a que aquellas que no son tan llamativas se tornen espectaculares. Y en esta medida, se depuren unas y otras para ser consumidas por un gran público ávido de la experiencia del Otro, pero sin la intención de plantearse mayores cuestionamientos morales. Así, lo patrimonial es sello de garantía de una puesta en escena espectacular, de algo singular que no atenta contra la sensibilidad mayoritaria. En otras palabras, es la otredad domesticada y enlucida para salir a bailar con un público que busca una experiencia hiperreal de lo Otro.
En consecuencia, el estetizar una manifestación y hacerla metonimia de una comunidad, puede traer como consecuencia la transformación de prácticas comunitarias y tradicionales en instituciones burocratizadas, cambiando la forma en la que los grupos se conciben a sí mismos y sus manifestaciones. Esto no sería un problema si el cambio viniera desde adentro, pero pareciera que al declarar una práctica como perteneciente al universo del patrimonio cultural, las manifestaciones culturales de carácter local se reubican dentro de categorías construidas con criterios diferentes a los de los portadores de la cultura. En muchos casos, las lógicas y la racionalidad de los expertos no refleja el contexto ni las expectativas de las comunidades, sino las normas y los preceptos de otras instituciones y burocracias culturales. Teniendo en cuenta lo anterior, las declaratorias como patrimonio cultural llevan a la apropiación y transformación de las manifestaciones por parte de élites económicas, políticas o culturales que monopolizan los recursos simbólicos asociados al patrimonio en detrimento de su propio contexto sociocultural.
Ahora bien, 10 años después de la Convención son muchas las lecciones aprendidas, pero tal vez la de mayor trascendencia es que el patrimonio cultural es un acto de autoridad que selecciona, usufructúa y politiza un recurso cultural. Esta debe ser la plataforma para analizar los fenómenos patrimoniales, para superar el velo perverso de su neutralidad, obligando a que se propongan argumentos más honestos, o cuando menos, mejor construidos que la sola mención del concepto para justificar el accionar del Estado, los grupos organizados, las academias y las comunidades en torno al patrimonio. Debates sobre la ley del patrimonio sumergido, el traslado de piezas arqueológicas y los planes de renovación urbana requieren el abandono de la demagogia narrativa que se aprovecha del carácter inocente del patrimonio. Es necesario empezar a hablar desde contextos situados donde se negocian valores y beneficios, que deben ser capitalizados y pérdidas que deben ser asumidas como supone cualquier principio de autoridad.