En 1991, el Estado colombiano se compromete a proteger “la diversidad étnica y cultural de la Nación Colombiana1”. Este impulso político genera un plan de acción que busca resaltar la existencia de diferentes manifestaciones culturales en el país. Las nuevas políticas culturales abren un espacio de posibilidades para difundir y valorar el patrimonio musical colombiano. Aparecen nuevos escenarios como festivales, carnavales, ferias o conciertos, mientras se multiplican los ejes de investigaciones (etno)musicológicas2.
La toma de conciencia sobre lo patrimonial y las discusiones generadas en torno a su conservación han introducido neologismos para señalar la creación de espacios que valoran los objetos culturales. Entre ellos, la musealización3 (o museización) hace referencia a objetos tangibles, que se pueden dar a conocer en espacios físicos. ¿Qué tan pertinente es usar esta expresión en referencia al patrimonio intangible, como lo es la música y sus escenarios performativos? ¿Podemos considerar los conciertos, festivales y carnavales como intentos de musealizar la música al crear una “vitrina”, es decir un espacio temporal para su proceso? ¿Son las partituras, las grabaciones y los videos soportes materiales que la logran captar de manera perenne?
Si consideramos que las representaciones musicales y su grabación constituyen ya un nivel de musealización, hemos querido interrogarnos sobre otro tipo de musealización: la puesta en valor de repertorios ajenos dentro de la misma música. Como un juego de espejos, la música académica colombiana nacional ha absorbido diversas fuentes “periféricas”, ya sean populares o tradicionales pertenecientes al patrimonio oral4. Sin ahondar en consideraciones de exclusión de prácticas culturales periféricas (en oposición a las del centro), la búsqueda de un repertorio nacionalista ha creado un incesante dialogo que valida lo local a través de su inserción en lo académico.
El nacionalismo musical de los años 30
En Colombia, la música académica del siglo 20 tuvo aspiraciones nacionales en dos oportunidades. Durante las primeras décadas del siglo, tras “la necesidad de encontrar una expresión artística propia5 ”, la cultura popular andina dio las semillas para una música del terruño. Un análisis hermenéutico de este repertorio resaltaría la componente afectiva, el sentimiento popular, asociado al bambuco y al tiple en estilos tan diversos y opuestos como el estilo criollo de Luis A. Calvo y de Emirto de Lima, el nacionalismo académico de Guillermo Uribe Holguín y de Antonio María Valencia, la música nacional de Pedro Morales Pino o el romanticismo de Adolfo Mejía6.
El discurso musical de estos compositores siguió siendo legible7 dentro de estructuras formales y tonales propias a la tradición europea, ignorando las fisuras atonales, dodecafónicas y seriales de la vanguardia. Así se logró infundir una identidad nacional a través de la música, hecho sin precedente en Colombia8. Este primer nacionalismo musical coincide con la publicación de La Vorágine (1924) de José Eustasio Rivera o con las esculturas de Ramón Barba y de Rómulo Rozo que dieron el nombre al movimiento Bachué (1925). Estos ejemplos ponen en claro la emergencia de lo popular frente a una sociedad arraigada en un pensamiento decimonónico de exclusión y distinción social, en dónde la nación era a la vez un proyecto de unificación y diferenciación, en el cual la figura del pueblo era constituida paralelamente a la de a élite nacional9.
La música de los años treinta entrecruzó una práctica composicional europea con elementos melódicos y rítmicos populares. Transfiguró la melodía del pueblo al insertarla dentro de un tejido musical construido desde la academia: el resultado fue la integración de un patrimonio cultural hasta entonces rechazado por la élite cultural. Paralelamente, la valoración de estos patrimonios populares marcó una “transformación de las tradiciones10” que bien caracteriza la flexibilidad y constante recreación de los patrimonios inmateriales.
Nuevos horizontes para músicas nacionales
Los disturbios políticos que siguieron el Bogotazo (1948) e inauguraron la época de La Violencia pusieron un punto final a este primer nacionalismo musical. Sólo cuando se dio de alta el régimen militar de Rojas Pinilla en 1957 volvieron a surgir manifestaciones artísticas con aspiraciones políticas, liberadas del peso de la censura. Por otra parte, el nuevo ordenamiento político y diplomático del continente fomentó la afirmación de identidades nacionales frente a una Europa en reconstrucción11. En el ámbito musical, este Panamericanismo buscó poner fin a la insularidad del compositor latinoamericano y exaltar los particularismos de cada país. Surgieron proyectos culturales y educativos de alcance continental, como la creación de centros de estudios e investigación musical12 mientras que empezaron a circular publicaciones especializadas a lo largo de América13.
Los escritores, pintores, muralistas y cineastas se alinearon en una crítica social y una contestación política para repensar el tema de las identidades nacionales. Pero ¿cómo podía el músico crear consciencia social a través de un arte tan abstracto como el suyo?
Reconsiderando las procedencias del material sonoro colombiano, los compositores crearon un arte integrador que valoraría el legado de las culturas más aisladas y olvidadas. Así como la cultura popular urbana había alimentado la música nacional de los años treinta, los sonidos de las tradiciones indígenas fueron la clave para renovar este repertorio. Este acercamiento etnomusicológico fue sin duda impulsado por el desarrollo de los estudios de antropología y arqueología en el país. En este contexto se creó en 1959 el Centro de Estudios Folklóricos y Musicales (Cedefim) en el Conservatorio de Música de Bogotá. Apoyó expediciones en diferentes regiones de Colombia para estudiar patrimonios musicales desconocidos, mostrando la diversidad cultural en Colombia.
Los resultados de estas exploraciones se revelaron en dos frentes: escritos académicos14 y creación artística. Los compositores, al entrar en contacto con estas nuevas músicas, las alteraron e incluyeron en sus obras con fines estéticos: Jesús Pinzón Urrea utilizó músicas del Orinoco y de la Amazonia en Goé Payarí (1982), Rito cunebo (1983), Neé Iñati o la leyenda de los Huitotos Bico Anamo. La Creación de la Tierra (1971) de Jacqueline Nova es una obra electroacústica que integra ruidos del bosque y palabras indígenas. Apu Inka Atawalpaman de Blas Emilio Atehortúa es una “invocación indígena” para solistas, coro y orquesta; Transparencias chibchas (1979) y Canciones onomatopéyicas Guajiras (1969) de Raúl Mojica muestran igualmente ese sincretismo entre cultura tradicional y academia. En estos casos los actos “creadores” fueron analizados más bien como trabajo, como culminación de experiencias colectivas y de la historia de las prácticas sociales15.
Las grandes estructuras sinfónico-corales occidentales y l’avant-garde electroacústica integraron en un acto de sincretismo musical la música indígena, sus estructuras temporales relacionadas con lo ritual, su palabra o sus instrumentos. Estas músicas tradicionales, extraídas de sus entornos, adaptadas a técnicas composicionales posmodernas, sometidas a procesos de desintegración o reformación electroacústica, se encontraron contenidas en obras académicas, es decir espacios dentro de los cuales se ponían en valor elementos culturales diversos. La imbricación de estos patrimonios, cierto, modificados, no es un acto de conservación patrimonial como podría serlo el de un curador en un museo etnográfico16. Pero los fundamentos estéticos de ese entrelazado de patrimonios buscaron poner en valor tradiciones musicales ancestrales y desconocidas.
En los últimos años, la música académica de inspiración colombiana se ha vuelto hacia las músicas folclóricas andinas, de la costa atlántica y del litoral pacífico. La búsqueda de abstracción de los ochentas-noventas cedió ante la necesidad de formular obras legibles, contenidas en formas claras, recuperando un pensamiento tonal, exaltando el aspecto rítmico y tímbrico como nuevo paradigma de lo local. Pero a diferencia de lo ocurrido durante los años treinta, este nuevo repertorio académico se desarrolla en paralelo a los espacios importantes que ha recobrado la música folclórica. Las músicas tradicionales han seguido su camino de constantes cambios, como bien lo indica la apelación patrimonios vivientes17 , mientras que la academia ha vuelto a cierta objetividad al integrar referencias populares.
Para concluir
La música académica colombiana del siglo 20 ha integrado patrimonios de diferentes regiones. Este mestizaje cultural ha construido ese “teatro de las identidades18” a través de la música, proyecto condenado al fracaso si se tiene en cuenta la diversidad étnica y cultural de Colombia. La música es un espacio que intenta consolidar un mestizaje cultural, pero subordina o enlaza elementos de orígenes culturales diferentes en pro de una búsqueda estética. La materia prima, pulverizada, reforma el discurso musical; tonifica la creación artística. En los dos repertorios evocados a lo largo de este texto, la influencia musical popular y luego indígena se presentó como un reservorio de sememas para escribir una música nacional. Al convertirse en un pretexto para la composición, la relación que estas músicas tradicionales entretuvieron con su realidad desapareció.
Para volver a nuestro planteamiento inicial, hay obras que contienen y musealizan un elemento popular, lo revelan de manera directa. Es el caso de músicas colombianas de los años treinta, sin olvidar que compositores como Brahms, Dvorak, Bartok, Copland o Albéniz construyeron parte de sus obras a partir del folclor de sus países. ¿Pero qué concluir cuando estamos frente a un patrimonio que la academia ha alterado con fines estéticos?
La alteración de los patrimonios con fines estéticos no es un acto rigoroso de conservación. Pero lo que logran estas estéticas musicales es un instantáneo de cómo eran percibidos estos patrimonios inmateriales en el momento de su integración, patrimonios que hoy ya no son los mismos debido a su permanente e inherente transformación. Con todo y con eso, fuera o dentro de la academia, los patrimonios tradicionales siguen su rumbo como una “fuerza motriz para las culturas vivas19”.
Notas
1. Artículo 7 de la Constitución política de Colombia de 1991.
2. Ver el Plan de Desarrollo, capítulo IV “Igualdad de oportunidades para la promoción social”, p. 311.
3. Palabra empleada en el 54º Congreso Internacional de Americanistas (Viena 2012) en el panel 477: “Patrimonio Cultural Iberoamericano: Conservación, Gestión y Sostenibilidad”. Ver AQUÍ
4. La Unesco define el patrimonio oral e inmaterial como «el conjunto de creaciones basadas en la tradición de una comunidad cultural expresada por un grupo o por individuos y que reconocidamente responden a las expectativas de una comunidad en la medida en que reflejan su identidad cultural y social.»
5. Rodríguez Melo, Martha .E. 2009: 111.
6. Ver al final del artículo una lista de enlaces de internet que ilustran las obras y compositores de quienes se hace referencia.
7. Retomamos una expresión utilizada por compositor Pierre Boulez al referirse a la escucha musical. (Michel Foucault/Pierre Boulez, 1983).
8. A diferencia del repertorio musical decimonónico en Colombia que imitó la música europea.
9. ARIAS VANEGAS, Julio, 2005: vii.
10. OCHOA, Ana María, 1997: 35. La autora hace referencia a la adaptación del bambuco a la sala de concierto, y todos los cambios culturales que conlleva el paso de lo campesino a un símbolo de lo nacional.
11. La OEA es fundada en 1948.
12. Dos ejemplo sobresalientes son el Latin American Music Center (Universidad de Indiana) fundado en 1961 y el Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales CLAEM (Instituto Torcuato di Tella, Buenos Aires) fundado en 1962.
13. Desde 1945 se publica la Revista Musical Chilena que ha jugado un papel importante en la musicología latinoamericana. En 1957 aparece el Boletín Interamericano de Música publicado por la OEA, que busca difundir a través de todo el continente las partituras de los compositores latinoamericanos.
14. Como por ejemplo “Preludio con los Indios Chocóes: paisaje y emoción, sorpresa y misterio en un recorrido a través de regiones y gentes desconocidas para nosotros” (El Tiempo, 8 de noviembre de 1959) de Fabio González Zuleta; Rítmica y melódica del folclor chocoano (Cedefim, 1961) de Andrés Pardo Tovar y Jesús Pinzón Urrea; Algunos cantos nativos, tradicionales de la región de Guapi, Cauca (Imprenta Nacional, 1966) de Jesús Bermúdez Silva y Guillermo Abadía.
15. Definición de “Creatividad” (Canclini García, Néstor, 2001: 60).
16. Este procedimiento se asemejaría más a lo que Néstor Canclini García llama “revitalizar los museos”, frente a una situación en donde “la noción de museo está estancada”. (Canclini García, Néstor, 2001: 64).
17. El “patrimonio cultura inmaterial… constantemente recreado por comunidades y grupos en respuesta a su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, proporcionando un sentido de identidad y continuidad” (Convención de 2003 para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial).
18. Canclini García, Néstor, 1999.
19. Convención de 2003 para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial.