El nombre del lugar el lugar del nombre
El objeto de análisis de este texto es un lugar. Ese lugar se llama Banderas. Sin embargo, paradójicamente, Banderas no es un lugar, sino una palabra; el tipo de palabra que corresponde a un nombre. Por suerte, podemos al menos decir que Banderas es el nombre de un lugar. Partir de esta distinción es fundamental, puesto que el lugar es una entidad material que, pese a su circulación en redes de significado y poder, es algo en sí mismo. Un nombre, al contrario, es referencial, no es auto-contenido; como significante, siempre está apuntando a algo que no es él mismo y que no es tampoco igual a este, sino a algo concreto. Por ende, cuando digo que este texto trata sobre el lugar que es el Monumento a las Banderas, y sobre mi relación subjetiva con él como lugar de memoria, debemos saber que Banderas es un nombre, una mera referencia. Quiero partir de esta distinción atrevida para, si se me permite, intentar agotarla a lo largo del texto y así sustentar mi tesis: que el monumento a las Banderas es un lugar referencial; que, dentro del texto que es la ciudad, Banderas o el Monumento a las Banderas cumple la función de nombre que apunta a algo afuera de sí mismo, o de servir como punto de referencia para “ubicarse” en los otros lugares.
Movimiento Armónico Simple · Colectivo Maski ·
Jairo Andrés Suárez Orjuela, Camilo Ordóñez
Robayo, Juan David Laserna Montoya · 2015
Breve historia móvil de un lugar quiero
El Monumento a las Banderas es un lugar amplio, una glorieta, y se encuentra rodeado por la Av. Américas, en el corazón de la localidad de Kennedy. Hasta ahora, contando, tenemos tres nombres propios. Los nombres propios, a diferencia de los numéricos, o a diferencia de los nombres propios y numéricos a la vez (Calle 80, Parque de la 93, etc.), nos remiten al momento en que se consideró que ese nombre era importante y que el lugar nombrado con éste era digno de serlo. En suma, si nos dejamos seducir por el instinto de curiosidad casi etimológica —o mejor, onomástica, toponímica—, la cuestión del nombre nos remite a la cuestión de la historia. Cabe mencionar de antemano la suerte de contar con el texto de Diego Carrizosa Posada (2012) para hacerlo.
El monumento, obra del artista Alonso Neira Martínez, fue construido en 1948 y estaba listo para ser inaugurado en abril de ese año. La razón de su construcción, así como de su nombre, fue el encargo realizado por Laureano Gómez, líder conservador, en ocasión de la IX Conferencia Panamericana inaugurada en Bogotá el 30 de marzo del mismo año. Un par de años atrás, varios proyectos urbanísticos estaban tomando lugar: la primera zonificación de la ciudad, un interés por mejorar la circulación vial en la ciudad y, por esto, la construcción de la Avenida de las Américas. En el medio de la glorieta ubicada entre el tramo de la avenida que conectaba el Aeropuerto de Techo con Puente Aranda, se ubicó el Monumento. En ese momento, durante la presidencia del conservador Mariano Ospina Pérez y en el contexto de una época económica difícil, caracterizada por muchas huelgas, represión laboral y violencia oficial que había causado y seguiría causando… muchas muertes, la gura de Jorge Eliécer Gaitán en el país era de una importancia fundamental. Gaitán, activo vocero de la paz en el contexto violento de la época, estaba consolidado como líder del Partido Liberal apoyado en la popularidad de las clases bajas de la época y se perfilaba como la promesa electoral del pueblo para las elecciones de dos años después en 1950 (Carrizosa, 2012).
Esto constituía la materialización del proyecto de modernización del país. El escenario era perfecto: Primero, Bogotá como sede de la asamblea que buscaba la unificación y cooperación de los países de todo el continente —veintiuno de ellos enviaron representantes a la asamblea— mediante la consolidación de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la prevención del posible surgimiento del comunismo en América. Segundo, la obra estaba rodeada por la nueva Avenida de las Américas que “se constituyó en la primera [avenida] cuyo trazado no fue circunscrito a un camino preexistente […]; de acuerdo con esto, se puede señalar que esta fue la primera vía concebida conforme a diseños de ciudad moderna” (Carrizosa, 2012: 231). Y, finalmente, el nuevo Monumento estaba cargado de un simbolismo que apuntaba a un futuro mejor: se diseñaron seis modelos de mujer que representaban las seis preocupaciones primordiales del momento en América Latina, la ciencia, el comercio, la justicia, la agricultura, la sabiduría y el progreso, que se esperaban resolver mediante la cooperación continental. En conclusión, el Monumento fue construido como símbolo de unión continental y progreso moderno —el nombre parece cobrar sentido ahora. Con todas las esperanzas en esta coyuntura, sucedió que la inauguración del Monumento a las Bandera fue programada para el 9 de abril de 1948. Ese día, a la una y treinta de la tarde, Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado y los ciudadanos respondieron destructivamente contra toda la ciudad, en el ya conocido bogotazo. La inauguración del monumento no tuvo lugar ese día, claramente, ni lo tuvo después (Carrioza, 2012).
Hoy en día, Banderas es el nombre una de las estaciones más importantes de Transmilenio, que lo toma del monumento. Es también el nombre que recibe la zona, como cuando alguna persona responde a la pregunta por dónde vive diciendo “por Banderas” o “por los lados de Banderas”. Mi primera relación con Banderas es precisamente como nombre y es por eso que este ensayo parte de ese lugar. Considero que esto puede generalizarse en cierta medida a la relación que el sitio establece con otras personas. Podemos reconocer, a partir de la historia previa, que el monumento es un lugar de memoria bastante particular. Fue construido antes de los sucesos que pretendía conmemorar (el desarrollo de los seis aspectos representados, la unidad institucional y operativa del continente, la modernización y el progreso de Colombia y Latinoamérica fuera de un sistema de producción y distribución comunista, etc.). Fue pensado como un lugar de memoria, que pretendería representar siempre momentos posteriores a aquel en que fue creado; también es posible suponer que se quisiera intentar dejar la marca del presente en que las decisiones tomadas buscaban los resultados que se creía optimistamente que se alcanzarían. Pero el Bogotazo impidió que se hiciera una presentación pública que generara un reconocimiento de lo que la obra pretendía conmemorar. Banderas es en su materialidad un lugar que intenta hablar todo el tiempo, en todos sus detalles cuidados, y en su notoriedad visual; pero es un lugar de memoria mudo, que no habla el mismo lenguaje de quienes transitan la ciudad, un acto de habla fallido, un lugar cuya producción discursiva quedó relegada a su historia opacada y con- fundida entre las muchas otras que el Bogotazo sepultó.
“No lugar” de memoria, lugar de no-memoria
La función de Banderas, incluso tras su remodelación, después de que los escudos de los distintos departamentos fueran robados y se hayan reemplazado por una fuente, que finalmente tampoco se volvió a cambiar, tiene dentro de la red de emplazamientos las función de remisión, de ubicar, de referirse a, de señalar cercanía o lejanía de un lugar a otro, de recordar una posibilidad de tránsito, etc. Banderas, de nuevo, como palabra, rara vez tiene la posibilidad de referirse directamente al Monumento de Banderas: es en la gran mayoría de ocasiones que se re ere a la estación o en general a la zona más amplia. Y lo que aplica para ese nombre aplica similarmente para el emplazamiento físico, su visibilidad es fuertemente dependiente de la glorieta. Sus posibilidades estéticas no se agotan en sí mismas, sino como decoración de un trazado de avenida moderno; a modo de aderezo arquitectónico cargado de belleza pero vacío de significado.
Cuando nos enfocamos en este aspecto, nos surge la posibilidad de comprender al monumento como un “no-lugar”, no en términos de Augé, sino de de Certeau (1990: 115). En su extrapolación de prácticas discursivas, conceptos lingüísticos y enunciados para pensar las tácticas locales de caminar el espacio en respuesta a estrategias globales de planeación urbanística que no logran capturar a estas primeras, el autor nos indica que la enunciación (espacial) “se organiza a partir de la relación entre el lugar de donde sale (un origen) y el no lugar que produce (una manera de ‘pasar’)” (de Certeau, 1990: 115). La diferencia entre lugar y no-lugar en de Certeau es que el primero es una forma de emplazamiento que establece una relación semántica o semiótica del sujeto con el lugar; el no-lugar, por el contrario, es la producción de un pasar, recorrer, caminar que no tiene las característica de fijación, influencia mutua, pertenencia o posesión. De alguna forma, podríamos decir que la producción del no lugar es la instrumentalización de un lugar.
“Andar es no tener un lugar”, dice el autor, “se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio” (de Certeau, 1990: 116).
El estar ausente corresponde al siempre estar yéndose de un lugar al pasarlo. ¿No remite esta producción de no lugar, este paso, al interminable tránsito de vehículos alrededor del monumento? Las muchas personas que ven el “lugar” desde la ventana del Transmilenio o desde otro punto de vista pasajero, lo constituyen en su tránsito como no-lugar, como lugar de paso, de referencia, de movilidad, de uso desinvolucrado, en suma, ahistórico. Si bien ya me he referido a la dificultad de la inteligibilidad del significado del Monumento, a su intención de creación, no sólo de memoria histórica, sino de historia misma, cabe ahora en términos teóricos al nombre. Allí encuentra de Certeau otra forma de movimiento, paso o tránsito, ahora interno: “una movilidad bajo la estabilidad del significante” (de Certeau, 1990: 116). Así, escondida más allá de la permanencia del nombre Banderas, subyacen unas trasformaciones de contenido, significado, identidad. Los nombres propios “impulsan movimientos, como vocaciones y llamados que cambian y modifican el itinerario al darle sentidos (o direcciones) hasta ahí imprevisibles. Estos nombres crean un no lugar en los lugares; los transforman en pasos” (de Certeau, 1990: 116). Pocas ideas surgen para comprender el caso de Banderas de mejor manera. En una ciudad donde la gran mayoría de lugares son sistemáticamente numerados, el nombre propio (en palabras) de un lugar es el lugar de memoria de ese lugar de memoria: señala su génesis, su condición de lugar significante; pero también es su condena a la no-localización, al tránsito de significado que contrasta más fuertemente al compararse con la permanencia del significante. Banderas como unión, cooperación y progreso, Banderas como monumento, Banderas como estación, Banderas como barrio, Banderas como astas sin banderas, Banderas como espacio dinámico, Banderas como nombre libertino.
BANDERAS
Banderas: Ocho letras. ¿Qué deletrean, pues? Enlistados en constelaciones que jerarquizan y ordenan semánticamente la superficie de la ciudad, operadores de ordenamientos cronológicos y de legitimaciones históricas, nombres de calles […] pierden poco a poco su valor grabado, como las monedas gastadas, si bien su capacidad de significar sobrevive a su primera determinación. […] Se ofrecen a las polisemias que les asignan sus transeúntes; se apartan de los lugares que se suponían definir y sirven de citas imaginarias a viajes que, transformados en metáforas, determinan por razones extrañas a su valor original, pero que son conocidas/ desconocidas por los transeúntes (de Certeau, 1990: 117).
Está claro que si comencé diciendo que Banderas es un nombre, y que lo hice honestamente, fue con el n de cerrar declarando lo contrario. El nombre “Banderas” es un lugar, pero no cualquier tipo de lugar; la palabra de ocho letras es el tipo de lugar que convenimos en llamar un no-lugar, es decir, una relación de desplazamiento, de paso, de tránsito dinámico, un lugar que señala por fuera de sí mismo a algo que está adelante en ese acto de pasar. “Banderas” es, para mí, la posibilidad de acceder a ese tránsito espacial a través de un nombre que se mantiene y, a la vez, de acceder a lo polisémico a través de un emplazamiento que perdura en el encierro al interior de una glorieta. Esa búsqueda de sentido plural y ese tránsito que no se localiza estática, sino dinámicamente, es lo que puedo llegar a llamar construcción de memoria histórica. Y si esta busca construirse sobre lugares y monumentos, estos corren el riesgo de convertirse en lugares en olvido; pero cada monumento, porque es olvidable, necesita un lugar de memoria: es precisamente el nombre ese lugar de memoria del monumento.
Notas
1. Considero importantísimo indicar que mi interés por este monumento y la razón de ser de este texto se deriva de mi asistencia a la exposición “Movimiento Armónico Simple (Mas)” del Colectivo Maski en Espacio Odeón. Información sobre la exposición a la que este texto debe su existencia se encuentra AQUÍ y AQUÍ