I.
La destrucción de imágenes u objetos artísticos, conocida como iconoclasia (Gamboni, 2014; Freedberg, 2018), existe desde la Antigüedad; ha tenido lugar en las más disímiles sociedades, épocas y geografías, y ha obedecido a diferentes motivos –principalmente políticos o religiosos–, según el contexto. Dentro de la larga y heterogénea historia de la iconoclasia, un lugar importante lo ocupan el derribamiento o intervención de monumentos históricos, artefactos culturales que son a la vez dispositivos de memoria y obras de arte público. En la medida en que las estatuas y monumentos despliegan en los espacios urbanos ciertas representaciones y relatos del pasado, contribuyendo a la consolidación de una historia oficial, no debe sorprendernos que este tipo de construcciones sean atacadas o sus sentidos interrumpidos, cuestionados o resignificados en coyunturas de luchas sociales y políticas, como revoluciones, guerras, cambios de regímenes políticos o episodios de protesta social.
Una reciente ola de iconoclasia contra-monumental se activó a mediados de 2020 en plena pandemia global por cuenta del virus Covid-19: el asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd en Minneapolis impulsó las luchas contra el racismo, el colonialismo y la brutalidad policíaca, protagonizadas por Black Live Matters y otros movimientos sociales en Estados Unidos, Europa, América Latina y otras latitudes. El derribo o intervención (con pinturas, performances o videomapping, entre otras grafías y prácticas) de monumentos de generales confederados, comerciantes o propietarios de esclavos, y colonizadores (principalmente la figura del navegante Cristóbal Colón) no fue un simple daño colateral o un aspecto secundario de las manifestaciones, sino que hizo parte central de las mismas, poniendo de relieve la trascendencia del sustrato visual y simbólico de las disputas políticas contemporáneas.
Algunos representantes de gobiernos locales o nacionales, periodistas e intelectuales y defensores de la historia o la conservación patrimonial, pronto saltaron a la palestra del debate público para señalar estos actos como “vandalismo”, producto de la ignorancia del arte o la historia, y consecuencia de una violencia ciega y sin fundamentos contra la memoria común; también los calificaron como anacrónicos, argumentando que resulta incorrecto juzgar el pasado según el criterio moral o los valores del presente1. Lo que este tipo de posturas desconoce es que la destrucción de o la intervención sobre monumentos busca llamar la atención no tanto sobre el pasado –más puntualmente sobre las exclusiones, desigualdades y violencias del pasado–, sino sobre el presente: sobre la pervivencia de dichas exclusiones, desigualdades y violencias en la actualidad, que se hacen visibles, se perpetúan y se naturalizan en el orden de lo simbólico, en la cotidianidad y en el espacio público, a través de objetos culturales como las estatuas y los monumentos.
Descalificar estas acciones como vandalismo, automáticamente las despoja de su significado político, desconociendo las demandas y reivindicaciones sociales que las motivaron, e incluso facilitando la persecución y criminalización de las personas y grupos que las realizaron.
Este tipo de conmociones en el mundo del arte público y del patrimonio cultural permiten plantearnos cuestiones relevantes, no sólo sobre el arte o el patrimonio, sino sobre nuestra sociedad contemporánea en general: ¿no es el mismo sistema del arte y el patrimonio “vandálico” en la medida en que establece las reglas de lo que debe valorarse y conservarse y de lo que debe desecharse y olvidarse? ¿Es más violento el “vandalismo” contra imágenes u objetos que la violencia ejercida contra las personas o los colectivos? ¿Por qué resulta tan polémica y escandalosa la destrucción de monumentos y
obras de arte público asociado a movilizaciones sociales, y no tanto cuando la destrucción hace parte de la misma propuesta artística, como es común que ocurra en el arte moderno y contemporáneo desde hace al menos un siglo? ¿Por qué estatuas y monumentos, para la mayoría de los ciudadanos, pasan desapercibidas o son indiferentes, y sólo se vuelven objeto de acaloradas disputas o tema de conversación cuando son tumbadas o transformadas? ¿Por qué es “vandalismo” cuando grupos de ciudadanos atacan o apropian los monumentos, pero no cuando el Estado los restaura, interviene o cambia de lugar? ¿Son adecuadas las representaciones, narraciones o símbolos que proyectan los monumentos conmemorativos del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX para la sociedad democrática y plural que pretendemos construir en el siglo XXI? ¿Nos identificamos con dichos monumentos?
II.
Una de las claves para entender el derribo e intervención de estatuas y monumentos en el marco de las protestas sociales, es interpretar estas prácticas como un síntoma de un fenómeno más amplio: la revaloración de la historia como parte de una práctica política. En las luchas antirracistas y anticoloniales de Norteamérica y Europa, en los movimientos feministas de México, o en los estallidos sociales de Chile o Colombia, puede apreciarse un rasgo en común: el cuestionamiento de las narrativas oficiales sobre un pasado compartido, indistintamente diseñadas y diseminadas en una multiplicidad de lenguajes y formatos por el Estado-nación moderno; la necesidad de replantear los símbolos y relatos de lo común, con sus evidentes invisibilizaciones y sesgos étnico raciales, de género, clase y procedencia geográfica –entre otros–, para desde diversa memorias, identidades y culturas, imaginar otros futuros posibles.
La destrucción o resignificación de estatuas y monumentos obedece a una necesidad de diversos grupos sociales –jóvenes, campesinos, migrantes, mujeres, indígenas, afrodescendientes, etc.– de participar con sus voces, experiencias y sentires, de la construcción de lo común y lo público, para lo cual se hace necesario un ejercicio de deconstrucción o desmonte de aquellos símbolos y representaciones de la historia nacional en donde no han tenido cabida; en la memoria hegemónica se les ha negado el reconocimiento de su papel como agentes históricos y políticos (tanto en el pasado como en el presente). En el fondo, de lo que se trata es de la posibilidad de emergencia de nuevas formas de comprender y vivir la historia, el arte, el patrimonio, lo común. Esta posibilidad está profundamente articulada con la reapropiación de los espacios públicos, de los cuales han estado excluidos tradicionalmente los sujetos subalternos, tanto en el plano físico de la habitación como en el plano simbólico de la representación.
III.
Entre abril y julio de 2021 estallaron en Colombia una serie de masivas movilizaciones sociales conocidas con el nombre de Paro Nacional, que comenzaron como reacción ante una injusta reforma económica impuesta por el gobierno en plena época de carestía y desempleo agravados por la pandemia, pero que pronto se ampliaron para denunciar el asesinato de líderes sociales y excombatienes, exigir el cumplimiento de los acuerdos de paz, y reclamar los derechos a la educación, la salud, el trabajo, la vida y la protesta, entre otras demandas. Las manifestaciones fueron duramente reprimidas por la fuerza pública, dejando un saldo de más de ochenta personas muertas violentamente, así como incontables casos de personas heridas, torturadas, abusadas sexualmente y desaparecidas.
El Paro inició el 28 de abril de 2021 con un acto simbólico: el derribo, en Cali (Valle del Cauca), de la estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar por parte de un grupo de indígenas de la etnia Misak. Con esta acción, los Misak reiteraron el gesto de septiembre del año pasado, cuando, en medio de un juicio histórico contra el conquistador y fundador de Quito, Cali y Popayán, tumbaron su estatua ecuestre en esta última, la capital del Cauca. Luego, el 7 de mayo, avanzadas las jornadas de protesta, el turno fue para la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Bogotá. A algunos que habían admirado y reconocido las anteriores arremetidas de los Misak, les pareció que esta vez habían llegado muy lejos: literalmente hasta la capital del país, el corazón político y simbólico de la nación. Días después, un grupo de manifestantes, liderados por los indígenas movilizados en Bogotá, intentó echar abajo las estatuas de Cristóbal Colón e Isabel la Católica que se encontraban cerca del aeropuerto, al occidente de la ciudad. La policía antimotines lo impidió recurriendo a la fuerza, y el Ministerio de Cultura retiró las esculturas para prevenir su destrucción.
Si bien fueron las más visibles y polémicas, las acciones iconoclastas de los Misak no fueron las únicas durante el Paro. Manifestantes provenientes de diversos sectores sociales llevaron a cabo ataques o intervenciones sobre monumentos de expresidentes, políticos, héroes de la Independencia, conquistadores españoles, etc. De esta forma, fueron desfiguradas, escrachadas, pintadas, intervenidas performativamente o destronadas de sus pedestales estatuas de personajes tan variopintos como Misael Pastrana, Diego de Ospina y Medinilla, Gilberto Alzate Avendaño, Simón Bolívar, Andrés López de Galarza, Policarpa Salavarrieta, Antonio Nariño y Cristóbal Colón, entre otras, en ciudades como Neiva, Pasto, Popayán, Ibagué o Barranquilla.
Además de los monumentos, otros símbolos del pasado común o la identidad nacional fueron deconstruidos, parodiados o resignificados: el himno nacional tuvo varias (sub)versiones o se contrastó con otros, como el de la Guardia Indígena del Cauca; la bandera se colocó al revés, con el rojo en la parte superior como signo de denuncia frente a la sangrienta represión estatal; el escudo se caricaturizó en memes en las redes sociales y pancartas en las calles. Los murales, grafitis, carteles, esténciles y otras artes visuales públicas, disputaron a los monumentos oficiales y a la publicidad privada la hegemonía de los sentidos y la comunicación en el espacio público; se concentraron en las reivindicaciones y demandas del Paro Nacional, y no demoraron en ser censurados y cubiertos con pintura blanca o gris en Cali, Cúcuta o Medellín, para volver a resurgir al cabo de algunas horas, días o semanas.
Algunos memoriales dedicados a las víctimas de la represión fueron erigidos como nuevas marcas territoriales de memoria, e incluso se construyó y levantó colectivamente un monumento popular en Puerto Resistencia, uno de los principales puntos de concentración durante el paro en Cali: el Monumento a la Resistencia. La renomenclatura de calles, avenidas, plazas y otros lugares fue otro de los fenómenos propios del Paro que denotan el desmonte de la historia oficial y la apropiación de los espacios públicos: la Avenida Misak (antes Jiménez) en Bogotá, el viaducto Lucas Villa (antes César Gaviria Trujillo) en Pereira y el Parque de la Resistencia (antes Parque de los Deseos) en Medellín son apenas tres ejemplos del fenómeno, que nos hablan de su magnitud nacional.
Otro ejemplo altamente significativo en este sentido es el Monumento a los Héroes de Bogotá, que fue reapropiado como el principal punto de reunión y protesta en la capital, siendo intervenido con imágenes, rituales y prácticas, llevando la movilización a otros lugares (más allá de la tradicional Plaza de Bolívar) y cargando de nuevos sentidos asociados a la protesta social de lo que alguna vez fue un monumento dedicado a los héroes de la patria y a la institución militar. Los Héroes fue demolido en septiembre de 2021 para dar paso a la construcción de la primera línea del metro, y su Bolívar ecuestre retornará al Parque de la Independencia. Pero sus múltiples significados permanecerán en la memoria.
IV.
El Paro Nacional, así como otras protestas colectivas a nivel global, tuvo un marcado acento generacional –los jóvenes de diversos sectores sociales, especialmente de los populares, fueron sus protagonistas–, y una importante dimensión visual, simbólica, estética y creativa. La emergencia de nuevos símbolos, imágenes o lenguajes buscaron desestabilizar los relatos tradicionales y socialmente aceptados, para hacer irrumpir nuevas voces, experiencias, temporalidades y agencias.
Quizás lo que la caída de las estatuas nos enseña, lo que la iconoclasia contra-monumental nos está tratando de decir, es lo siguiente: la sociedad contemporánea que es diversa, plural y todavía profundamente desigual, precisa, en aras de ser realmente democrática –especialmente en países poscoloniales como Colombia–, de nuevas formas de comprender y narrar la(s) historia(s); nuevas maneras de entender y recrear el (los) patrimonio(s); y, especialmente, de nuevas modalidades de espacio(s) público(s), donde todos podamos ser y estar, sentirnos incluidos y representados, y coexistir en la diferencia, la dignidad y la libertad. De ahí uno de los lemas del Paro Nacional, inscrito en las paredes de Bogotá y escuchado durante las marchas: “No sólo caerán estatuas”.