La tradición de la “teoría crítica de la sociedad” –inaugurada por Marx y proseguida, sobre todo, por el marxismo occidental– parte de una singular noción de la crítica. Crítica no solo significa denuncia moral (aunque esto no se deja totalmente de lado), sino sobre todo poner de manifiesto las contradicciones de las sociedades contemporáneas.
Para la tradición marxista la “contradicción fundamental” de las sociedades capitalistas es que las relaciones de producción impiden la realización de las potencialidades contenidas en las fuerzas productivas del capitalismo. Esta formulación esquemática y escolar necesita, sin embargo, aclaración. Las fuerzas productivas no son solo las máquinas, ni los métodos técnicos de la producción de bienes y servicios, sino el conjunto de capacidades humanas que transforman la naturaleza y, en esa misma medida, transforman al propio ser humano puesto que este es parte de aquella. Desde el punto de vista de Marx, lo que demuestra el capitalismo no es que la competencia y la rivalidad desarrollan esas potencias humanas de transformación de la naturaleza, sino que la cooperación y la socialización de la producción a gran escala son las responsables de dicho desarrollo. A pesar de que hay competencia entre las empresas, la producción lleva consigo hoy un día una coordinación a escala planetaria. De hecho, la competencia es parasitaria frente a la coordinación y la planificación: prueba de ello es que la competencia o un sistema de precios entre departamentos o unidades de una misma empresa es la receta para la ruina. De este modo, la contradicción es que la producción es ya, de hecho, social, mientras que las relaciones y la repartición de los frutos de la producción se da entre personas privadas contrapuestas entre sí.
Es posible encontrar un sentido similar de la teoría crítica en Hegel. Solo que, a diferencia del marxismo, las contradicciones del capitalismo no se dan en términos de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, sino en términos de las demandas y las relaciones de reconocimiento recíproco. La contradicción de las sociedades capitalistas, desde un punto de vista hegeliano, radica en que ella misma crea y produce demandas de reconocimiento que no puede satisfacer.
El reconocimiento es un concepto fundamental en la filosofía política de Hegel porque es la base de su noción de la subjetividad y de la dignidad humana. La dignidad humana se deriva para Hegel, al igual que para todo el idealismo alemán, de la naturaleza de la autoconciencia. Podemos decir que existe algo así como la dignidad humana porque los seres humanos son creaturas autoconscientes, es decir, no son solo conscientes, sino que pueden ser conscientes de que lo son. La dignidad humana es una consecuencia de la autoconciencia porque los seres autoconscientes trazan una contraposición entre ellos mismos y el mundo objetivo circundante. Cuando soy consciente de un objeto (digamos: una casa), puedo decir que yo no soy la casa y que la casa es distinta de mí. La casa aparece como algo y yo aparezco como alguien que no solo es consciente de la casa, sino que puede tener un propósito con ella. Esta distinción entre algo y alguien, producida por nuestra propia conciencia, es la base de la pretensión de la dignidad humana: soy más que una cosa o un animal.
Lo que descubre Hegel es que no basta con que la conciencia produzca esa distinción entre algo y alguien para hablar de la dignidad humana. Los seres autoconscientes están a la espera de que los demás los traten como algo distinto de una cosa o un animal, es decir, los reconozcan como seres autoconscientes, como alguien. No hay dignidad humana ni subjetividad sin reconocimiento. Solo me percibo como una persona si los demás me tratan como tal.
El reconocimiento es entonces la base de la subjetividad, pero también de la historia de la humanidad. La historia es la historia de las formas de reconocimiento. Pero esta historia sigue una lógica y una procesualidad: las sociedades humanas y las formas vigentes del derecho y de la organización social existen porque satisfacen ciertas demandas de reconocimiento, es decir, aspectos o dimensiones en las que las personas reclaman no ser tratadas como cosas, pero, al mismo tiempo, la satisfacción de esas demandas genera nuevas demandas que la formación social vigente no puede satisfacer. Así funciona la lógica y la progresividad de los estadios en la filosofía del derecho de Hegel.
Por ejemplo, la familia satisface una demanda de reconocimiento: el amor. Cuando los individuos sienten el soporte y el amor de sus familiares y de sus personas más cercanas, desarrollan un tipo de autoconfianza que los hace percibirse como personas, como alguien y no como algo. Pues solo soy alguien en la medida en que otras personas soportan mi existencia con su cariño, cuidado y preocupación. Cuando los padres celebran que el niño comienza a caminar, dice sus primeras palabras, obtiene buenas calificaciones, etc., el niño alcanza su autorrealización como persona, como alguien, porque percibe que su vida tiene importancia para otras personas; percibe que él puede ser único, singular e irrepetible en su existencia consciente, pero que su singularidad se afirma y es valiosa para la singularidad de otros. Sin embargo, la familia crea una nueva necesidad de reconocimiento que ella no puede satisfacer: la autonomía individual. Por medio del amor, el niño descubre que es una existencia singular y valiosa, pero la familia no puede satisfacer del todo la pretensión de afirmación de la singularidad del individuo porque los padres siempre se sienten responsables por sus hijos. Es necesario para el niño, convertido en adulto, tener una responsabilidad propia. Por ello parte de su casa y crea una nueva familia.
Con esto en mente, entramos al capitalismo, a la sociedad de mercado que Hegel denomina “sociedad civil” en sus textos. El capitalismo y el Estado liberal nacen porque satisfacen la demanda de autonomía del individuo. Ser alguien y no algo incluye no solo ser querido, sino también tener un espacio de independencia en donde los otros no me digan qué hacer; incluye también la esfera de la propiedad privada porque la razón para tener posesiones personales es que, como no soy una cosa, tengo derecho a disponer de las cosas del mundo a mi voluntad, excluyendo la voluntad de los otros. Pero el punto es que la satisfacción de la demanda y pretensión de autonomía crea una nueva necesidad de reconocimiento que ni el capitalismo ni el Estado liberal pueden satisfacer: se trata de la demanda de la satisfacción individual o de la realización de la singularidad. Veamos.
Para Hegel, el mercado, antes que un mecanismo económico es una institución del reconocimiento. Cuando consigo un empleo u otros están dispuestos a pagar por los bienes o servicios que ofrezco, hay una valoración positiva de mis capacidades por parte de los demás. Acá hay un giro sutil pero decisivo: la realización individual no consiste únicamente en que los otros no me molesten en el disfrute de mi propiedad y en mi toma de decisiones, sino en que ellos valoren positivamente mi ser singular: mis capacidades y mi historia de vida irrepetible. La satisfacción que produce la transacción mercantil exitosa no es solo la consecución de recursos económicos, sino una valoración positiva de la propia singularidad. Ahora bien, para Hegel, esto es un ideal normativo que produce la propia sociedad de mercado, pero que está en incapacidad de cumplir. En efecto, la valoración positiva de la propia singularidad a través de las sociedades de mercado es una excepción y un privilegio en las sociedades capitalistas, sobre todo porque esa valoración positiva se realiza a costa de que otros no puedan realizarla. El reconocimiento recíproco se rompe.
Hay dos fenómenos típicamente capitalistas que muestran esto: la división del trabajo y la pobreza. La división del trabajo hace que cualquier individuo sea reemplazable en su trabajo. En este sentido, el individuo puede bien conseguir los medios de subsistencia cuando se emplea en una empresa (aunque esto no siempre es el caso), pero no obtiene la valoración positiva de su singularidad al hacerlo. La promesa normativa del mercado, que comenzó a hacer parte del consenso moral implícito de la sociedad en la medida en que las relaciones mercantiles se extienden en el espacio social, se ha roto. Lo mismo pasa con la pobreza. Si hay una definición de la pobreza en Hegel, esta sería la de estar imposibilitado para obtener la valoración positiva de la propia singularidad. El pobre es esencialmente invisible en el mercado y lo es también en el Estado liberal porque su situación se iguala falsamente a la del rico en virtud de la igualdad formal ante la ley. Así, el capitalismo fracasa en su propia promesa normativa.
La solución para Hegel es una socialdemocracia fuerte y un republicanismo político que satisfaga la demanda de reconocimiento de la valoración positiva de la propia singularidad por dos vías: políticas redistributivas y una discusión/negociación democrática de los patrones de interacción en el mercado, sin llegar a abolirlo del todo para no comprometer la satisfacción de la autonomía individual.