Editorial

Al despuntar el presente año, ocurrió un hecho cuya significación parece haber escapado a la opinión pública, tal vez, debido a que los colombinos nos encontrábamos entregados a nuestro merecido descanso, después de un año de arduo trabajo y a la celebración de las festividades correspondientes a los rituales de fin de año. El hecho a que me refiero es el “paro armado”, organizado por la banda narco-paramilitar “Los Urabeños”, que se hace llamar también “Autodefensas Gaitanistas”, ocurrido durante días 5, 6 y 7 de enero, y que atemorizó a la ciudadanía y paralizó el comercio y el transporte por carretera, en varias poblaciones de los departamentos de Chocó, Antioquia, Córdoba, Sucre, Magdalena, Bolívar y la región de Urabá, entre las cuales se encuentran dos capitales importantes como Medellín y Santa Marta. El motivo para la realización de dicho paro fue la represalia de la banda por la muerte de su máximo líder, Juan de Dios Úsuga, alias Giovanny, por parte de las autoridades. Este paro me hizo recordar que en 2006, el narcotraficante y paramilitar “don Berna” organizó otro de transporte público en Medellín, en el contexto de su propia entrega a las autoridades y de la negociación del “proceso de paz” con las AUC.

Que organizaciones criminales o mafiosas tengan las capacidad de paralizar la vida de grandes e importantes regiones colombianas y atemorizar a sus habitantes durante tres días, pese a que el Presidente Santos haya ofrecido millonarias recompensas por las cabezas de los jefes de esa banda narcotraficante y enviado a esas regiones más de 6.000 miembros de la Fuerza Pública, es un hecho que no puede pasar desapercibido, pues tiene significativas implicaciones, al menos en tres dimensiones políticas: la persistencia del paramilitarismo, la debilidad del Estado, y la trasformación de la estructura de las elites del país.

En relación con el primer aspecto, el paro armado es una evidencia más de que el paramilitarismo no ha desaparecido con la desmovilización de las AUC durante el Gobierno de Uribe, sino que se ha transformado, con un sesgo mucho más criminal, al desconectarse de sus jefaturas nacionales, hoy extraditadas a Estados Unidos. El fenómeno ha crecido, como lo mostraba Alfredo Molano en una columna reciente. Según éste analista, los narcoparamilitares cuentan hoy con un ejército de 10.000 hombres en las regiones del norte del país, el número de municipios en los que tienen presencia se ha incrementado notoriamente, al pasar de 260 en 2008 a cerca de 400 en 2012, y entre 2007 y 2010 esas bandas desplazaron a 133.000 personas.

Ese control territorial de los paramilitares y su poder de decisión e intimidación, demuestra la debilidad del Estado, debido a su incapacidad histórica para integrar el territorio nacional y establecer el monopolio legitimo de la fuerza y de la producción de regulaciones generales y proveer servicios públicos (incluida la administración de justicia) en todo el territorio nacional. Por ello, en muchas regiones, los conflictos sociales son resueltos al margen de las instituciones públicas, lo cual es la causa del surgimiento de diversas expresiones de “parainstitucionalidad”, tales como los grupos privados de justicia y defensa, las mafias de narcotráfico y los movimientos guerrilleros y hasta las “pirámides”. La complejidad geográfica del territorio, la escasa infraestructura vial y social de muchas regiones colombianas, la debilidad del poder judicial, las dificultades del control policivo y la incapacidad reformista de los partidos políticos, son condiciones favorables para que el vacío dejado por el Estado sea llenado por el clientelismo, los narcotraficantes, los grupos guerrilleros, y los grupos de defensa y justicia privada. Estos constituyen una simbiosis de relaciones sociales de poder. Se trata de poderes privados de carácter regional y local que en busca de la seguridad que no proporciona el Estado, se alían con algunos sectores de la fuerzas militares y con los narcotraficantes, a fin de combatir un enemigo común que va desde la guerrilla, pasando por la delincuencia común, hasta quienes defienden los derechos humanos y las causas populares. A partir de esta trilogía de intereses, se ha generado una espiral de violencia que explica las masacres de los últimos años.

En relación con el cambio en la estructura de las elites de poder, hay que decir que algunos analistas, como Francisco Leal, han sostenido la tesis de que, desde la década de los ochenta del siglo pasado, está en marcha un proceso de relevo de las élites políticas nacionales tradicionales por las regionales. Este fenómeno está asociado a los factores como la descentralización política y fiscal, que ha aumentado la autonomía política y las rentas públicas de los municipios, en un contexto social determinado por los factores ya mencionados de la debilidad del Estado, el narcotráfico y el paramilitarismo. Este proceso ha ocasionado profundas trasformaciones socio-culturales que afectan negativamente la democracia, la economía y los patrones morales de la sociedad colombiana. Un paro como el realizado por los Urabeños, se apoya una estructura más profunda que la de la simple delincuencia. Comerciantes, ganaderos, agricultores, algunos miembros de la Fuerza Pública y algunos acaldes y gobernadores constituyen la base social de las nuevas elites mafiosas regionales.

Es hora ya, entonces, de tomar el toro por las astas. El país debe discutir seriamente una política de integración nacional, desarrollo regional y fortalecimiento del Estado. Dicho fortalecimiento debería surgir de acuerdos democráticos entre todos los actores en conflicto, orientados a: a) establecer el monopolio estatal sobre el uso de la fuerza y la producción de regulaciones, b) integrar el territorio nacional mediante una clara y activa política de colonización y desarrollo socioeconómico en las regiones marginadas y c) reconocer e institucionalizar poderes regionales y locales concediéndoles cierto grado de autonomía, a cambio de que estos reconozcan la necesidad de mantener la integridad del territorio nacional.

Un acuerdo para fortalecer el Estado debería llevar a incrementar su autonomía frente a los diversos actores sociales. pero el aumento de la presencia y la capacidad del Estado para regular la sociedad, requeriría de la combinación de su fuerza interna y de las relaciones con los diversos sectores sociales, a fin de forjar un proyecto de sociedad lo suficientemente amplio como para incluir los diversos intereses sociales. Dicho proyecto también debería ser el resultado de un acuerdo para: a) redistribuir el ingreso, b) realizar una reforma agraria y fortalecer la educación que, especialmente en las áreas rurales, debería tener una orientación técnico-agropecuaria, con el propósito de incrementar la productividad de la economía campesina para reducir la pobreza rural y generar oportunidades de empleo e ingreso. El lugar y la oportunidad para realizar los mencionados acuerdos deberían ser las siempre esquivas negociaciones de paz con la insurgencia armada de derecha y de izquierda, que deberían ser consideradas como la oportunidad para refundar el Estado y la sociedad civil colombianos y no como un mero proceso de paz.

*Luis Javier Orjuela es profesor asociado del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes.