Editorial

A comienzo del año recibí una beca de investigación del Centro de Estudios Estadounidenses (cuya convocatoria está abierta, digo de paso) por quince millones de pesos con la que pude ir a Washington y Ottawa durante dos meses a preguntarle, cara a cara, a los políticos responsables del acuerdo comercial por qué el TLC se había trabado en Canadá y en Estados Unidos. La pregunta que me quedó después de la investigación fue ¿qué hizo el gobierno colombiano, aparte de arreglarse para la foto cuando el tratado estuvo listo, para que se aprobara el tratado?

A lo largo del proceso, hemos visto mucho de «lo viejo» en nuestra relación asimétrica con Estados Unidos: un discurso estratégicamente puesto en términos de los intereses de los legisladores estadounidenses. Nuestra disposición a llevar a cabo unas reformas, o varias reformas, o cualquier reforma en nuestra legislación doméstica para adaptarnos a las demandas de republicanos y demócratas. Y al final del proceso, el despliegue mediático donde el gobierno y los diplomáticos colombianos se felicitan por el victorioso avance de los intereses colombianos en Washington. Sin embargo, en esta oportunidad ha habido una serie de fenómenos nuevos que han pasado desapercibidos por la prensa y que dejan lecciones importantes para la diplomacia colombiana, porque cambian los términos de la discusión con nuestro mayor aliado estratégico.

En primer lugar, por primera vez los argumentos principales en Estados Unidos a favor del tratado no giraron en torno a la necesidad de dar una zanahoria a un estado fallido para desincentivar esa maña colombiana de exportar droga. Para los republicanos, verdaderos responsables de la aprobación del Tratado, y para la acorralada Casa Blanca, los TLC son necesarios para impulsar una economía débil. La economía de EEUU, decían, necesita de estos tratados. En segundo lugar, y en relación con el primer punto, parece haber una «desnarcotización» de los términos de la discusión política sobre Colombia en Estados Unidos. Gran socio comercial, aliado en la región, violador de derechos laborales… todos estos epítetos han reemplazado la siempre necesitada referencia al problema de las drogas. Ya nos graduamos de potencia antinarcóticos, a los ojos de EEUU. Y hoy con la firma de Obama, aparentemente también nos graduamos en respeto de derechos laborales.

En realidad, nuestras maromas en materia de derechos laborales no lograron mover votos durante los últimos cinco años de bloqueo. En 2010 la OIT sacó a Colombia de su lista de países bajo observación, y esto no logró conmover un solo voto demócrata, ni moderar la posición de ningún sindicato. Pero Santos aprendió bien la lección. Esperar pacientemente pero arreglarse bien para la foto. La ley de víctimas y la buena voluntad en la restitución de tierras, el Vicepresidente Garzón y el despliegue para el «Plan de Acción» en Washington… todas estas decisiones tienen la marca de «Colombia es Pasión» por todos lados.

Así que quizás la lección más importante para el gobierno Santos fue la de no menospreciar el poder político de las redes transnacionales de defensa de los derechos humanos. Nos quedó claro que son perros pequeños que ladran muy duro, y que pueden llegar a tener amigos muy poderosos. Estas organizaciones relativamente pequeñas, que no mueven votos y con recursos escasos, fueron capaces de despelucar a la regia embajadora Barco, quien se vio a sí misma, hacia inicios de 2007, en sus hermosas pashminas y pañoletas chic, defendiendo a su país como si fuera embajadora de Corea del Norte o Sudán, y no como una digna notable de un país aliado. Y detrás de la solemne y ceremoniosa Barco, estaba el presidente Uribe presto a gritarles terroristas a las organizaciones responsables del mayor desprestigio internacional y la humillación más grande de su gobierno. La pobre embajadora debía morderse los labios…

* Coordinador Editorial, egresado de la Maestría en Ciencia Política de la Universidad de los Andes.

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