Editorial

Ciertos periódicos suelen presentarse -quizá consecuentes con alguna política informativa oculta para el lector- como unos incorregibles consentidores de hazañas y como unos heraldos crédulos de ciertos castos discursos sociales. Parece que ‘noticia’ es aquello relativo a la proeza, a lo supuestamente extraordinario y que habría de producir orgullo, además de interés de por sí. Son aquellos sucesos dignos de mostrar puesto que provocan orgullo nacional y también orgullo por la especie humana. Detectada la hazaña hay que presentarla de modo que parezca única y oriunda. La noticia, además, para preciarse de tal, debe tener un toque sentimental, causar un sentimiento no importa cuál.

Son muchas veces unos heraldos irreflexivos porque no hacen más que repetir lo que suena, sin el mínimo tamiz crítico, sin percatarse de si lo que parece ser un discurso universal no es, por contraposición, un discurso desde precisos lugares de enunciación y con pretensiones de supremacía. Sabemos, nos “informamos” así, del único colombiano que trabaja en la NASA, del inventor desconocido de carros ecológicos que nunca pasó por la universidad y de los ajedrecistas brillantes, autodidactas, del barrio La Perseverancia. Van con estas noticias otras, como la del primer mexicano en escalar el monte Everest con sólo un mes de preparación o la de los ricos latinoamericanos que están en la lista de los cincuenta más excéntricos. Lo importante es, en todo caso, ser el primero o el único. De este modo esos órganos de difusión muchas veces ayudan a reforzar el terrible sentimiento de orgulloso tercermundismo triunfante.

El martes 22 de septiembre, y como ya nos tiene acostumbrados en sus noticias sobre la ciencia, que por lo demás reciben un esporádico tratamiento, a El Tiempo le pareció importante propalar la noticia de un escalafón de las universidades del mundo hecho a partir del número de publicaciones que hacen, y de su visibilidad, según cuánto sean citadas estas publicaciones. El titular decía “U. Nacional, la 34 en Latinoamérica”. El articulo poco, casi nada, explica qué es Scimago, la empresa que genera estos resultados, ni qué reconocimiento o legitimidad tiene en el mundo científico o si, por lo menos, hay otras empresas como ésta. Lo que importa, en el espíritu más de una noticia deportiva, es publicar un ranking, ver los competidores y satisfacer el instinto (la malsana curiosidad), a veces el suspenso, de saber dónde el país está ubicado. Es que siempre puede haber una sorpresa y hasta ser posible que digamos: “no estábamos tan mal”.

Podría hacerse un análisis de la estructura del discurso que subyace en la noticia, sin exagerar: qué se enuncia, cómo se hace, a qué léxico apela, qué lugares comunes repite y, por último, qué imagen de la ciencia y los científicos refuerza tal configuración discursiva. Si bien se ha extendido mucho la ‘concepción efectiva’ de la ciencia, en términos de que el progreso científico es un progreso de resultados (concretos) que, a su vez, son “productos de investigación” (artículos preferentemente), es decir que la ciencia también es una empresa, ello no quiere decir ni que sea una concepción plenamente aceptada, ni que no tenga alternativas, como tampoco que, llevada esta concepción al plano de la medición, revierta en datos perfectos, objetivos y precisos. Si es que pudiera haber algo como el procedimiento científico perfecto, no hay nada parecido, todavía, en el campo de las mediciones de la productividad y visibilidad científica. Hay una tradición importante de medición, es toda una especialidad, sin embargo con muchos desafíos a superar en el propósito de conseguir unas fórmulas de medición menos cuestionadas. El principal reto de cualquier dispositivo de medición es combinar ponderadamente la cantidad de productos que un investigador reporta y la calidad de los mismos.

La noticia en cuestión repite una lexicografía y por ende una retórica de una ciencia pasada, arcaica. Es la ciencia de los mitos de progreso, de los adelantos arrolladores, de la innovación impenitente y de los expertos o sabios propietarios de la verdad. Pero lo que más llama la atención es la “neutralidad”, a estas alturas de la historia humana, con que es tratado el asunto de la ciencia y lo que ocurriría en el mundo de los científicos. Es como si el tema de la ciencia, que comprende, en el discurso en cuestión, su progreso y fomento, además de sus repercusiones en el desarrollo económico y de toda índole, estuviera más allá del bien y del mal. Ciegamente, en tal enfoque de prensa, todo lo que provenga de la ciencia debería ser aplaudido, nunca podría cuestionarse si hay que fomentarla en la sociedad y menos sospechar que la ciencia podría estar comprometida con algún proyecto político global. Parecería, entretanto, que la ciencia solo compete a los científicos y expertos, como si fuera un sistema cerrado, donde únicamente los expertos (los mismos científicos) son los legítimos evaluadores de lo que hacen.

El tema de la productividad y visibilidad científica debería volverse a pensar en Colombia. Para empezar, no se trata de emular (menos parodiar) supuestas tendencias mundiales. Hay que preguntarse cuáles son éstas, dónde se originaron y sobre todo qué significan. Productividad y visibilidad científica, como conceptos, deberían traspasar la insulsa e improductiva cuestión de ser el primero en el ranking o de ir subiendo. Es preguntarse si hay algo así o si podría haber algo así como un estándar universal de desempeño científico y para qué. El tema debería superar el valor de la competencia por la competencia misma, máxime cuando es imposible (heroico) y relativamente conveniente competir con los grandes centros de la producción científica. Ser ‘visible’ podría tener otro contenido: no sólo cuánto es leído o citado un artículo en el estrecho mundo de los científicos, sino cuánto los trasciende, va mas allá y se confronta con la historia. Hay que apartar la visibilidad de la tentación de estratégicamente hacernos visibles, aun con cirugías.