Editorial

En la Colombia política de hoy, mayorías y minorías, estamos siendo presa de una grave enfermedad cultural: la fe ciega en que el derecho penal es el remedio que cura todos los males. El castigo, un peligroso instrumento que la tradición liberal aprendió a manejar con pinzas después de que los gobiernos de todas las estirpes y en todas las latitudes hubieran abusado de él durante siglos, llegó a ser concebido por el llamado garantismo penal como una ultima ratio del Estado, aplicable solamente cuando todas las demás medicinas para conjurar las desviaciones dañinas de la conducta individual hubieran fracasado. Hoy, de repente, nos lo presentan desde todas las esquinas del espectro político como la sola ratio que debe curar hasta la gripa AH1N1. Los viejos mecanismos de la responsabilidad moral y política, compañeros inseparables de la responsabilidad legal en la tarea de regular las acciones de las personas, se han vuelto inanes. Las consecuencias sociales y políticas de la mistificación contemporánea del derecho penal son desastrosas. Que basten dos ejemplos, acaso de distinta gravedad pero ambos muy ilustrativos. El primero pertenece al ámbito de la justicia ordinaria; el segundo, al de la justicia extraordinaria.

Después de que el escándalo de las adjudicaciones ofensivamente elitistas -pero además, amañadas y tramposas- de los subsidios provenientes del programa gubernamental Agroingreso Seguro terminara por obligar al Presidente Uribe a dar la orden de que el chorro de recursos fuera suspendido, bastó que éste y su ex ministro Arias declararan que habían sido asaltados en su buena fe, vale decir, que no eran responsables penalmente, para que las huestes del caudillo quedaran tranquilas. El uribismo, por lo pronto, parece no conocer o por lo menos no le otorga importancia a la diferencia entre la responsabilidad penal -en cuanto asociada al conocimiento y a la mala intención- y la responsabilidad política -asociada sobre todo a la valoración del carácter benéfico o dañino de los resultados obtenidos en la gestión de quienes representan al pueblo-. El llamado efecto teflón por el cual todos los pecados y malos resultados probados del régimen resbalan sin lograr adherirse a la piel del Presidente es prueba clara de que la idea de la responsabilidad política, por lo menos en relación con el gran patriarca y algunos de sus sirvientes y consejeros, está muerta. Y como es muy difícil probar la responsabilidad penal, la única que todavía parece importar, entonces no pasa nada. Nadie en los círculos cercanos al soberano tiene que renunciar.

Pero si en el patio del Uribismo llueve, en el de la oposición tampoco escampa. El panpunitivismo de los activistas humanitarios, con sus apoyos en las cortes en la izquierda y en el partido liberal, tampoco sabe de responsabilidades morales y políticas sino sólo de persecuciones penales. La parapolítica es un crimen de lesa humanidad y punto. Todos los que han tomado parte en éste como cómplices y aún como simples beneficiarios, incluido el Presidente, deben ir a la cárcel. Una suerte de presunción de culpabilidad y de culpa por contagio pende como amenaza sobre sus cabezas. A Uribe no se le ofrecen embajadas y ni siquiera la tranquilidad del retiro en el Ubérrimo para el evento de que la segunda reelección no cuaje. Ningún honor se le hace a sus logros en materia de paz y de derechos humanos. A él y a sus seguidores no se les deja por ello, sino el camino de buscar a cualquier precio permanecer en el poder y tratar de ganar la guerra.