Editorial

A los responsables del funcionamiento del sistema educativo, de la organización universitaria y del mundo del saber en su conjunto, les pediría que reformen la pedagogía para que se eduque gente menos peligrosa para nuestro futuro. Sería útil dar mayor importancia en la formación de los humanistas a la historia de la ciencia y en la de los científicos a las humanidades. Michel Serres

La ciencia y la tecnología tienen resultados sorprendentes, maravillosos, muchas veces aterradores y nefastos, pero siempre poderosos. Enormes ciudades, edificios, relojes, teléfonos, televisores, antibióticos, vacunas, pastillas anticonceptivas, analgésicos, hospitales, rayos X, ecografías, análisis de laboratorio, teorías o modelos económicos, mapas, sitemas de clasificación del mundo natural, textos impresos, imágenes digitales, internet, alimentos procesados, cosméticos, cirugías estéticas y reconstructivas, trasplantes de órganos, aviones, automóviles, buses, bicicletas, dinero, tarjetas de crédito, documentos de identidad, armas de fuego, basura, cocaína, prótesis, energía eléctrica, satélites y redes de comunicación global, radiotelescopios, microscópios electrónicos, aceleradores de partículas, energía nuclear, armas capaces de destruir el mundo entero, el teclado y la pantalla sobre el que aprece este texto, … ya sé, la lista es interminable.

La vida humana en el mundo moderno es una permanente interacción con productos tecnológicos que definen y modifican nuestra forma de vida y el planeta en que vivimos. Los cyborgs no son ficción; sin máquinas no exite la humanidad como la entendemos hoy. Sin embargo rara vez somos concientes del funcionamiento, de la historia y del papel que cumple la tecnología en la conformación del orden social. Sencillamente no tenemos el tiempo, las herramientas y tampoco el interés de saber por qué existen e irrumpen o hacen parte de nuestras vidas de manera tan radical e incontenible.

Mucho papel y tinta se ha invertido en explicar las relaciones entre conocimiento y poder, entre la ciencia y la política; la teoría crítica y los miembros de la Escuela de Fráncfort insistieron con claridad sobre la importancia política del proyecto ilustrado; Michel Foucault le dedicó su obra a mostrar la inseparabilidad entre el conocimiento y el poder; y un ejercito de historiadores y sociologos han hecho evidente la necesidad de entender el papel de la ciencia y la tecnología en la conformación del mundo moderno. La historia misma del capitalismo, de los imperios antiguos y modernos o de las naciones que definen el orden global contemporáneo, son, para algunos, el resultado de formas de conocimiento y sistemas tecnológicos complejos. Si esto es total o parcialmente cierto tenemos que hacernos la pregunta: ¿Qué clase de poder y de política es entonces la que ocupa a los científicos sociales que hacen caso omiso del papel de la tecnología? ¿La historia de qué sociedad o de qué cultura es la que no entiende como propios los problemas de la ciencia? No parece ser la nuestra.

El orden social y el orden natural son construcciones humanas y resultado de prácticas tecno-científicas y por lo mismo, nos debería sorprender, que para una larga tradición de estudios sobre historia política, la ciencia y la tecnología sean temas exóticos, rara vez centrales entre académicos o analistas del mundo de lo social. Igualmente sorprendente y a mi juicio preocupante, es que los temas sobre ciencia y tecnología no hagan parte de las agendas políticas, no sean visibles en las campañas o propuetas de los partidos políticos, y pocas veces sean objeto de debate en los salones de clase. No recuerdo haber leído un solo editorial de un periódico nacional que se ocupe del tema, y los medios de comunicación rara vez y de manera pobre tratan asuntos de tecnología de manera explícita. El país tiene demasiados comentaristas especializados y periodistas que hablan sin pausa sobre futbol; suficientes sobre política (sobre los políticos, realmente); varios que hablan y escriben sobre arte; algunos sobre economía; pero ninguno parece estar interesado o en capacidad de debatir sobre, en caso de que existan, las políticas o la inversión del gobierno I+D (Investigación y desarrollo); sobre el impacto de Colciencias, y mucho menos tratar el tema de las células madre, los combustibles orgánicos o las consecuencias culturales de internet.

Esta situación, en apariencia extraña, tiene una poderosa explicación. Uno de los grandes pilares del mundo moderno es justamente su idea de un conocimiento universal, objetivo y neutral. Este ideal de la ciencia moderna como inmune a los intereses humanos ha creado y ensanchado la brecha entre la idea de ciencia y la de política. ¿Es acaso la ciencia y la tecnología algo que solo le importa, o sobre lo cual solo pueden hablar los científicos e ingenieros? Esta sería una afirmación demasiado peligrosa, y si la aceptamos estaríamos obligados a renunciar a cualquier forma de democracia. La ciencia es demasiado importante para dejarla únicamente en manos de sus expertos y no puede ser ajena a quienes tratamos de entender la sociedad.

No hay nada infame ni pecaminoso en «politizar» la ciencia; de hecho siempre ha sido una poderosa práctica que define el orden social y natural. La idea de una única forma de conocimiento absoluta y universal no es defendible ni deseable y ha sido suficientemente criticada. Pero aún hay mucho camino por recorrer, o mejor, distancia que cortar, para construír una efectiva comunicación entre las ciencias humanas, las naturales y la tecnología.

La Universidad y la educación en general y en particular las facultades de ciencias sociales y humanas deben poner mayor atención a los médicos, ingenieros, físicos, biólogos, a sus teorías, productos y artefactos; pero igualmente importante, los ingenieros y científicos deben aprender a dialogar con las llamadas ciencias sociales y prestar mayor atención a la sociedad en la cual operan.

* Mauricio Nieto Olarte, Director del Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales CESO, Universidad de los Andes.

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