Editorial

Hace casi treinta años, en 1982, muchos bogotanos se volcaron a la posesión del recién electo presidente Betancur movidos por la esperanza de que la paz estuviera al alcance del país. Luego de cuatro años de una política de ‘mano dura’ impulsada por el presidente Turbay Ayala y respaldada por los sectores de las FFMM más de derecha, el candidato por el Movimiento Nacional, Belisario Betancur, logró ganar las elecciones con un discurso de promoción de diálogo con las guerrillas en un marco de reformas de ‘Apertura Democrática’. Esa búsqueda de transformación social y política y la ruta de diálogo para encontrar las condiciones para la incorporación de las guerrillas a la competencias política electoral, suscitó en unos sectores grandes esperanzas y en otros el sentimiento de estar siendo traicionados por un ejecutivo supremamente ingenuo que le estaba entregando el país al comunismo nacional e internacional. Asediado por la extrema derecha y la extrema izquierda, el presidente Betancur cerraría cuatro años después su mandato en medio de la frustración de muchos, la polarización de la opinión y la expansión de guerrillas y paramilitares. Casi treinta años después, ¿podría correr la misma suerte el programa del Presidente Santos de reparación a las víctimas, restitución de tierras y cero tolerancia a la corrupción?

Aprender de la historia: el proceso de paz de Betancur y sus debilidades

El proceso de aquel entonces tuvo varios enemigos. Desde el campo de las guerrillas, el principal enemigo de la paz estuvo encarnado en aquellas corrientes que pensaban que sentarse en una mesa de negociación no implicaba, como era de esperarse, un repudio contundente a la combinación de todas las formas de lucha. Voceros de esas corrientes podían estar dialogando con los comisionados de paz y a la vez trazándose una estrategia de expansión militar –desdoblamiento de frentes y búsqueda de nuevos aliados—sin ver en esta combinación una contradicción.

Desde la otra orilla, también durante esos mismos años, élites emergentes vinculadas al negocio de la droga consolidaban su alianza con fuerzas militares anticomunistas, un maridaje que, desafortunadamente para el país, no se revelaría transitoria sino de largo aliento. Las élites emergentes urdirían la alianza para garantizar impunidad y seguridad para sus negocios, y retaliación frente a las guerrillas; y por su parte, los agentes de la Fuerza Pública buscarían en esas élites financiación y respaldo ante un ejecutivo que a su entender, los había abandonado y estaba, con sus políticas, entregando el país al comunismo. Fue esta lectura de la realidad la que seguramente permitió que a esa alianza se unieran dirigentes de las viejas élites tradicionales.

Entre estas dos orillas, quedaron asfixiados los intentos promovidos por funcionarios, comunicadores, dirigentes sociales que genuinamente le apostaron al diálogo como ruta hacia la paz.

Además de confrontar estas circunstancias, el mayor error de ese gobierno provino de la falta de respuesta del Estado ante las alarmas que prendieron algunos valerosos funcionarios y medios de comunicación que denunciaron el respaldo brindado por agentes de la Fuerza Pública a iniciativas como la de Muerte a Secuestradores (MAS), un grupo financiado por narcotraficantes para hacerle frente a las guerrillas y a la izquierda en general.

A comienzos de los ochenta la dirigencia política contaba con la información suficiente para saber que esos ejércitos privados estaban replicándose por doquier. Retrospectivamente se puede concluir que la inacción de las corrientes más democráticas de los partidos, los altos funcionarios del Estado, la academia y los centros de pensamiento, abrió la compuerta para lo que hoy los colombianos lamentamos: la captura de las instituciones por unas mafias armadas que no sólo buscaban impunidad y control de los recursos públicos sino que pretendían erigirse como autoridades soberanas de los órdenes regionales.

Lo que va de la lucha contra el terrorismo de Uribe a las fuerzas oscuras del actual presidente

Bajo el mandato del presidente Uribe esas alianzas entre agentes de la Fuerza Pública, funcionarios, élites emergentes y viejas élites se sintieron representadas en el discurso presidencial que interpretaba a la guerrilla como terrorista y hablaba del conflicto armado en términos de un Estado intachable y una sociedad pulcra confrontada a un enemigo despolitizado. La firma de acuerdos con los comandantes paramilitares y la entrega y posterior extradición de muchos de ellos fue leída como un punto de inflexión que transformaba definitivamente la guerra y encaminaba a Colombia por los senderos de la paz.

Sin embargo, a la par que para unos sectores por fin se respiraba un clima de seguridad y se recuperaba la movilidad por las carreteras del país, persistían otros síntomas que señalaban como las redes y las alianzas narco-paramilitares seguían en pie. Poco se prestaba atención a las voces de campesinos y campesinas amenazados en las regiones o a las experiencias traumáticas de defensores de derechos humanos desterrados de sus ciudades de origen.

Aun en las propias instituciones estatales, altos funcionarios descartaban las alertas tempranas lanzadas por la Defensoría del Pueblo o los informes descarnados elaborados por el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y DIH. La opinión polarizada por un discurso lanzado desde el ejecutivo, o adhería incondicionalmente a la versión de una Colombia renovada; o criticaba sin contemplación toda iniciativa proveniente del Ejecutivo.

El despertar vino de la mano de eventos que conmovieron al país: el asesinato de jóvenes muchachos presentados por agentes de la Fuerza Pública como guerrilleros para obtener permisos y bonificaciones; el año pasado, el asesinato de dos jóvenes estudiantes de la Universidad de los Andes y la lista cada vez más numerosa de dirigentes asesinados representantes de víctimas que reclaman la restitución de sus tierras en las distintas regiones del país.

La estrategia Santos y el reto de las Bacrim

Frente a estos hechos, el presidente Santos apela a la fórmula de ‘las fuerzas oscuras del país’, como en su momento lo hiciera Belisario Betancur para nombrar a aquellos sectores que auspiciaban al MAS y a grupos armados privados. El lenguaje del Presidente para nombrar esta realidad tiene la virtud, frente a la fórmula del ex-Presidente Uribe, de superar la representación de un Estado y una sociedad impolutos luchando contra unos terroristas sin causa pues sugiere que esas fuerzas oscuras se anidan tanto en el corazón mismo del Estado como en el centro de la sociedad. Pero tiene el enorme problema de sugerir que los funcionarios comprometidos con su programa de gobierno no tienen la suficiente fuerza y voluntad para combatir esas fuerzas oscuras.

Es evidente que el programa del Presidente Santos, mucho más liberal que el de su antecesor, no gusta a esas mismas élites que se sintieron amenazadas por el discurso de apertura democrática de Belisario Betancur. Si en el mandato de Uribe había una alineación entre élites del centro y élites regionales, bajo este gobierno lo que se percibe es una profunda dislocación. Las muertes en región de líderes sociales son un mensaje no sólo para las organizaciones de víctimas y de campesinos sino también para el propio Ejecutivo que en lugar de responder de manera gaseosa con una metáfora que no señala responsables, debe evitar los errores de sus antecesores y dar muestras de que está al frente del timón con el diseño de estrategias que le permitan ante todo desarticular las alianzas que sostienen esos ordenes regionales autoritarios que amenazan, asesinan y destierran.

No puede el país, treinta años después del informe del Procurador Jiménez sobre el MAS, repetir la misma historia y dejar que la alianza que sostiene estos autoritarismos regionales se mantenga. Las palabras del Procurador, ahora como antes, señalan el camino que deben tomar las corrientes anti-mafiosas y prodemocráticas si quieren derrotar a sus adversarios: ‘Nuestra investigación encontró en los distintos lugares que personas vinculadas directa o indirectamente a las Fuerzas Armadas se han dejado arrastrar por esta corriente de la disolución nacional y han incurrido, fuera de combate, maleadas por los términos de esta larga guerra…en hechos del tipo de delincuencia que he venido analizando. Con ello han desbordado indudablemente los límites de la misión encomendada a sus instituciones, poniendo en tela de juicio la noción misma de la disciplina militar; su rigurosa investigación y castigo tienen que ser, una vez más, la mejor prueba de que sus instituciones, ahora informadas, los repudian y repudian sus procederes.’

Sólo cuando la depuración de las FFMM se lleve a cabo podrá el programa bandera propuesto por el señor Presidente llevarse a la práctica. De no ser así, el país seguirá siendo rehén de esas fuerzas oscuras, que finalmente no son tan ‘oscuras’ puesto que informes de las propias instituciones las ponen al descubierto. Se trata entonces, no de iniciar un trabajo de investigación desde cero, sino de escuchar lo que distintos centros de investigación e instituciones estatales han ido compilando desde hace un buen tiempo.

*Profesora asociada, Departamento de Ciencia Política, Universidad de los Andes