Editorial

Más allá de lo que ha sido objeto de análisis y de columnas de opinión, en parte porque ya ha mediado algo de tiempo después de los hechos, me gustaría decir dos cosas, no porque tenga un punto de vista privilegiado de espectador “in situ”, sino para decantar mis propios pensamientos respecto de esta barbarie producida por el radicalismo de Daesh –así se le llama ahora al “Estado Islámico”, de una manera peyorativa-.

Lo primero es que ha habido dos lugares comunes reiterados en los medios de comunicación, que habría que recibir con “beneficio de inventario”. El primero es que los terroristas provienen de una de las comunas de Bruselas llamada ‘Molenbeek’, a la cual se ha estigmatizado como un caldo de cultivo para el yihadismo. No obstante, hay que decirlo, los terroristas provenían de otra comuna llamada Schaerbeek, que también cuenta con una población árabe importante, pero que es considerada como una zona con menos problemas de convivencia y, en últimas, más tranquila. Eso me ha llevado a una perplejidad, que merecería, creo, un análisis más profundo que no puedo hacer aquí. Los jóvenes terroristas que acabaron con su propia vida para perpetrar los atentados eran ciudadanos belgas, no inmigrantes de primera o segunda generación, sino de tercera, y mal que bien, eran sujetos de derechos como cualquier otro ciudadano europeo. ¿Qué puede explicar, entonces, que algunos se radicalicen al punto acabar con su propia vida para acabar con la de otros, mientras otros hijos de inmigrantes no lo hacen, a pesar de que han crecido en circunstancias similares?

Paso al segundo lugar común. Bastante se ha dicho que los atentados se produjeron como una retaliación al arresto de Salah Abdeslam, uno de los principales sospechosos de los atentados de París, y quien por cierto se encuentra ahora en una cárcel cerca de Brujas, desde donde escribo. Si lo anterior es cierto, eso implica que los atentados fueron organizados en un tiempo record, a pesar de toda la logística que implican. También pudo ocurrir que ya hubieran sido concebidos con anterioridad y que coincidieran con el arresto de Abdeslam. Lo cierto es que, independientemente de si constituyen una represalia, muestran el poder transnacional y de planeación importante que posee Daesh. El punto es que a esta red terrorista coordinada globalmente se la ha combatido con políticas locales descoordinadas. Mucho se ha criticado a la policía belga por la reacción tardía a una amenaza siempre latente. Pero lo que no se dice es que aquí cada comuna tiene su propia policía, que incluso habla su propia lengua (francés y flamenco), y que la coordinación entre estos cuerpos y la policía federal no es mucha. No se ha pensado tampoco que enfrentar al EI requiere de una policía europea de esfuerzos coordinados transnacionalmente porque el terror que ha sembrado el extremismo desafía la existencia de la Unión Europea misma, varios de cuyos países ya piensan en volver a levantar los controles fronterizos.

Finalmente, me gustaría decir que una consecuencia negativa de los hechos acaecidos en Bruselas ha sido la reacción del nacionalismo extremo. Más de 500 manifestantes chocaron con la policía el pasado 27 de marzo, convirtiendo una protesta que debía ser pacífica, pero que no fue autorizada oficialmente, en disturbios. Y hace poco en una de las vigilias de solidaridad por las víctimas, tuve la oportunidad de ver cómo un militante de la derecha radical, imprecaba a otro ciudadano, gritándole ‘moro’ y exigiéndole que abandonara la concentración. “Je suis sick of this shit”, tanto del radicalismo yihadista como el de derecha que le sigue, y también harto de las acciones terroristas de distinta procedencia en Siria, en Pakistán, en Turquía y en la misma Colombia.